sábado, 25 de octubre de 2008

Indias

Recogí las tazas, lavé los platos y amamanté a mi bebé.
Entre cacerolas y abrazos vuelven imágenes de una guerra silenciosa, ganada a machetazos sobre tu-mi piel... ahogadas en charcos de olvido, de ignorancia y de maltratos fuimos haciéndonos indias. Íbamos del brazo y éramos cientos, miles, millones desde el principio de los tiempos trayendo y llevando a nuestras crías. Las hembras humanas unidas en una telaraña infinita, hermanas, madres, abuelas e hijas. Todas hemos llegado. Estamos aquí, seguimos vivas y vamos a seguir estando. Cocina tus palabras, inventa el abecedario, señala la vergüenza y haremos algo.
Despierta, despierta si estabas dormida y enciende la antorcha que el camino es largo.

domingo, 19 de octubre de 2008

Infierno blanco

Tu pierna camina y te arrastra con ella. Atraviesas el paso de cebra a enormes zancadas y descubres que no estás muerta como pensabas. Ves claramente a la niña china que sube a su bicicleta y arranca a todo trapo, veloz hacia la otra esquina. Entonces piensas en Charlie y su táctica para estudiar a los sapos, sólo observación y silencio, ningún ruido, ningún movimiento. Decides adoptar su estrategia, si es buena con los animalejos lo será con los humanos. Y corres persiguiendo a la china.
Ella tiene piernas largas y una mini minifalda. Pedalea como una yegua o un caballito de agua, le mete, le mete y casi vuela, mientras tu sacas la lengua y te derrites como una cerda. Corres sin pensar concentrada en su traste blanco hasta que se detiene frente a un cine. Ata la bici y compra su entrada para la sesión que está empezando. Luego, tras ella en la cola, le dices a la vendedora “una para la misma que mi amiga”, y señalas con la mirada la coleta que oscila.
Cuando entras en la sala la oscuridad te inunda. No ves tres en un burro y vas medio tarumba, dando patadas a todo el mundo. Escuchas un “ayyyyy, so bestia, mira por donde andas” y entonces decides sentarte, ahí mismo donde estás parada.
Al poco te das cuenta de dónde estás metida. Es la tercera fila, la sala está repleta y a izquierda y derecha hay un barullo de memos, un montón de chicos granudos comiendo palomitas y otros venenos.
La china no está en escena. Dilatas tu mirada pero nada, no ves nada. Entonces, como una lerda, te das cuenta. Estás detrás de un cuerpo que no entra por la puerta. Un tipo enorme, todo espalda, está sentado en la fila de enfrente y lo que ves no es pantalla, sino musculatura prominente. Vaya, estiras el cuello como un avestruz amargada. Ahí enfrente está la película, recién empezada. Retumba una banda sonora más bien opaca, de las de hacerse caca. Aparecen los títulos y te enteras de qué se trata: Infierno Blanco se titula la cinta, empieza en una sala blanca con una mujer encinta. Estirando el cogote por detrás del monigote consigues seguir la primera escena. La embarazada camina moviendo la panza con cara de pena, recorre un pasillo largo sembrado de puertas. Las puertas están cerradas y ninguna se abre por mucho que lo intente. Parece que busca un trago, algo que llevarse a la boca, con qué llenar el estómago. Finalmente, una puerta entreabierta. Empuja lentamente y aparece esta escena: una hilera de camillas, con hembras de piernas abiertas y algunas en cuclillas, con los ojos abiertos, los puños cerrados, los dientes ajados y las bocas blasfemas gritando por todo lo alto como perras. Hay varias que están de costado, con cables conectados a máquinas eléctricas, son las hijas de la ciencia. Del otro lado, una que ya ha dilatado está siendo observada por un ginecólogo angustiado. El tipo mete la mano en el orificio sagrado para medir la salida, no vaya a ser que el producto salga malogrado. Entonces la parturienta suelta un estornudo y al médico se le encalla la mano, se le queda el puño hecho un nudo en el útero atascado. Grita el muy desgraciado “!!!!cuidado, cuidado, el cordón ha prolapsado!!!!” mirando el monitor y agitando el otro brazo. Entorno revolotean otras manos, enchufando, atando, remezclando líquidos y preparando el traslado para una cesárea de urgencia. La protagonista está petrificada, con ojos de buho trastornado y una cara de trágame tierra, apenas consigue mover las piernas. Cuando finalmente cierra la puerta, el ginecólogo sale disparado, corriendo tras la camilla con la mano atrapada en la vagina.
Atrapada en esta escena te has quedado como lela. Casi olvidas a la china y a tu hijo que espera la cena. Entonces, el gordo se despierta de un ronquido y cambia de costado, y tú te quedas sin película, con el cuello atenazado.
Buscas en la sala y no encuentras a la china, que de pronto se ha esfumado. Estiras la pata entumecida y corres hacia la salida, mirando a todos lados. Cuando atraviesas la puerta, el aire de la city te golpea en la jeta y te trae acentos raros, swajili, aragonés e inglés entremezclados con el pitido de un carro y un vendedor de cigarros. La bici ya no está y la china está perdida. En tu reloj dan las cinco menos cuarto, te queda un rato. Calculas mentalmente y decides volver al chino, a ver si tienes suerte. Tal vez sea esta tarde, la de los muertos vivientes.

miércoles, 15 de octubre de 2008

La razón de mi vida

Llega un dato español
y empuja el límite
provocando estupor:
¿qué está bien y qué es peor?
Hay razones para ser padres
y sinrazones
comezones del desamor
saltos al vacío
químicas infecundas
y otras, qué sé yo...
Quiero un hijo para no ser menos
para ser mujer
o varios para ser hombre
Quiero un hijo para envejecer
sin pisar el geriátrico
y promover
mi escalada hacia el ático
Quiero un hijo que me dé sentido,
que me otorgue estatus...
no ser cualquiera,
sí una señora con poder
de explicación, de nomenclatura,
un señor con límites claros
Quiero un hijo para musicalizar
mi nausea sideral
y jugar a las muñecas,
tener domingos ocupados
y que me chupen la teta;
para ser por una vez
un héroe fantástico,
la más bella del planeta
Quiero un hijo
para dar a entender
que he pasado por la tierra
y no soy noble ni Nobel,
ni Serrat, ni el President
pero sirvo para algo
Quiero un hijo y lo quiero ahora
sano, bello, orgullo llano
para amar a su hermano
y unir nuestras manos
hombre,
mujer,
un hijo para soñar
lo que nunca soñamos
Y si lo vienen a buscar
pintaré mi corazón
en la huella
de su

lunes, 13 de octubre de 2008

Olas de madres

Has visto una familia nacer a su letargo y ahora lloras. Lloras porque queda tanto, sí, para cambiar esos lugares en los que se exhibe la humanidad en toda su crudeza, desnuda, hambrienta, descaradamente ajena a su propia desolación. Las señales que llegan a través de las antenas muestran la realidad en su costado más aterrador y cambiante, a la velocidad de un coche de carreras. Hoy se estampó Heider, un líder austriaco de la extrema derecha, con su coche a todo motor. Corría porque iba al cumpleaños de su madre octogenaria. Mientras, del otro lado del globo unas niñas del Yemen obtuvieron el divorcio a sus once años. El mundo hierve como una batidora de conflictos, cambios, saltos y brincos.

Y ahí estás tú y aquí estoy yo.

Aquí estamos nosotras intercambiando nuestros paños mojados, nuestras lágrimas en privado hechas un grito mayor porque si es publicitado, en los días que corren, parece ser multiplicado. Y mira qué silencio. El viento nos acompaña, madre, en nuestro dolor. Y sin embargo, cientos o miles de personas reciben tus alaridos, mis cantos, nuestra conmoción. Tal vez tus letras trabajen como hormigas en la noche, roan las almohadas de los que no oyen y de pronto, se despierten angustiados por la soledad de sus cunitas de plástico. Tal vez, tus letras resuenen algún día como un buen tango.
O quizás, el ron ron de la aspiradora, los ruidos de la tele, la cháchara de esos locos repitiendo sus mentiras y suplicando por un puñado de atención cubran todo el silencio y ni siquiera nosotras recordemos de qué hablamos.

¿Crees que puedes cambiar algo?, ¿crees que podemos?... ¿realmente quieres?

¿Llorabas por esa madre y sus hijos que han sido despojados? o ¿llorabas por tu propio dolor?

Lloremos, pues. Que nuestras lágrimas cubran el suelo, las calles, los techos y las pistas de aterrizaje. Que sople el viento y ululen nuestras voces sus gritos guturales a todo color, que a raudales hundamos los coches, los motores, los gobiernos, las bolsas de encaje y las cuentas corrientes.... que se ahoguen todos ellos con el agua de las madres.

Nuestros ríos van a parar a alguna parte. Al mar, al océano. Y los testigos siguen siendo el viento, los astros, las plantas, los árboles y los animales. Ellos permanecen y aguantan el embate del humano atrevimiento.

Después del diluvio nacerá otro tiempo. Un hombre nuevo. Y las hijas que fueron madres recibirán nuestro mensaje de las manos del viento.

jueves, 9 de octubre de 2008

¿Por qué mataron a Dios?

"Lo que no entiendo" confiesa Nora, una niña marroquí a quien ayudo con los deberes, "es por qué mataron a Dios", mientras sostiene el libro de sexto de E.S.O. de la asignatura de Medi, que se imparte en catalán en la escuela pública ibicenca a la que acude.
Estudiamos el fragmento de la imponente obra de Míguel Angel que decora el interior en la Capilla Sixtina, en Roma, parte de sus deberes. La maestra les dijo que se fijaran en el detalle del dedo demiúrgico insuflando vida en el cuerpo de Adán. La verdad es que una, si no le dicen que está insuflando vida, lo que ve es a dos tipos tocándose la punta de los dedos, casi un franeleo ambiguo. Pero no, es Dios creando al hombre. Y si todo esto de la creación y de Dios es un lío para una, imaginemos para Nora, cuyas raíces islámicas florecen en el pañuelo de su madre y en las palabrejas árabes con que ordena a su hermano pequeño que se aparte.
Le digo que a Dios no lo mataron, realmente, que el que murió en la cruz fue Jesús, que decía ser el hijo de Dios. Pero hijos de Dios, profetas, iluminados y guías espirituales han habido muchos, en todas las culturas, de todos los colores y por todas partes. Lo que es a Dios, no lo ha visto ninguno. Nadie le conoce, que se sepa, ni le ha invitado a un desayuno o a una cena.
Nora sonríe. Luego le pregunto si el arte está en la realidad o en la cabeza del artista, y Nora señala la cabeza con su dedo largo. Pasa las páginas del libro a todo trapo y me enseña el Guernika, de Picasso. Otra realidad y otra historia, otro punto de vista, otra memoria.
Me pregunto cómo ayudar a una niña musulmana de once años a digerir el plato de cultura que le están sirviendo, frutas y verduras del tiempo y del medio. Ella contempla las obras de los artistas y luego corre detrás de su hermano pequeño, que corre detrás de un perro, que corre detrás de una gallina que recién ha puesto un huevo. Y aquí estamos, girando en torno al huevo.
¿Todavía creemos que Dios creó todo lo que vemos y que todo lo que hacemos es juzgado por un ser supremo? ¿Se puede educar para una ciudadanía crítica y responsable, pácífica y plural, sobre los fundamentos de la mitología religiosa? Una historia antigua y pesada como una losa, por no decir como una cruz. Sobre nuestro pasado y sus rifirafes aquí y aquí.

lunes, 6 de octubre de 2008

De ambulancia

Estás completamente perdida. Has dado vueltas y vueltas buscando aspirina para paliar el dolor de la cicatriz que estira, pero nada. No hay aspirina y sigues en la calle, sin noticias de Charlie y con tu hijo en casa de tu madre. Hoy has dejado antes la oficina, gracias al dolor en balde, el de la cicatriz que arde. Después de bregar con los informes y las angustias del jefe, al volver de tu segunda excursión al baño con el sacaleches, decidiste que era bastante. Y alegaste un dolor inexpresable, con cara de muerta en vida.
Ya en la calle caminaste a la deriva. Buscabas una farmacia, empujada por el aire descubriste callejuelas sin salida, luego una gran avenida, una calle, otra, todas parecidas. En las esquinas y en los bares, los humanos más dispares pegados al televisor con caras desabridas, frente a la crisis del mundo mundial se agitan como primates. El mundo se derrumba y tú ni miras, absorbida por una idea fija: encontrar a Charlie.
Has empezado a despertarte en la noche moviendo las manos en el aire, dices su nombre, lo gritas. Pero Charlie es un recuerdo cada vez más difuso, sólo hay nitidez en la raja violeta de tu vientre y en tu hijo berreando su comida.
Ahora sigues perdida. Consigues concentrarte y dar un paso, luego otro, mover una pierna detrás de la otra. Repites el movimiento con una cadencia hipnótica, robótica te mueves porque persona no eres. Entonces has vuelto al quirófano y estás levantando una pierna, cuando una contracción te dobla. Te estremeces, abres la boca y emites un alarido que parece de otra, una hembra de bicho que no has conocido. La matrona te mete la mano y revuelve, apretando tu panza como si fueras ganado: "Bueno, mujer, cómo te quejas... ya será menos". Tú la miras rogando por un calmante y te retuerces de nuevo, la contracción ha vuelto como un ciclón o un agujero negro:
- "Aaaooooooaaaaaaaaaaaaaaaahhh".
Tu grito esta vez no es de primate ni de gata, sino de chancha que desangra. "Seguro que cuando te hicieron esa panza no te quejabas..." espeta la comadrona, y estás tan ofuscada que casi le das una patada con la pierna que está enganchada. Pero no puedes, claro. No puedes nada y ahora que estás extraviada esa pierna te lleva medio atontada como un alma atolondrada.
Has llegado a un desvío. Reconoces un semáforo cerca de tu casa. Estás en buen camino. Ahí te quedas parada, aguardas que cambie a verde cuando la ves del otro lado. Ella espera lo mismo, es la joven china con su bicicleta y un blanco vestido. Abres mucho los ojos y balbuceas esperanto. Ella puede llevarte hasta tu buen marido, sabe quién es Dragón Alado y quién mató al abuelito.
El rojo se apaga. Parpadea el amarillo. Sacudes tu pierna entumecida y le ordenas: "camina".

jueves, 2 de octubre de 2008

El fin de las flores

Finalmente, has vuelto al trabajo. La baja no dura para siempre, aunque Charlie no aparezca y aunque tus mareos no cesen, tienes que cumplir, cobrar para pagar boletas.
Hay flores de otoño, las ves por la ventana en el balcón de la esquina, el de la vieja profana. En tu mente reverberan preguntas sin respuesta. No sabes qué pasó con el viejo asesinado, ni porqué tu hombre se ha esfumado.
Lo que sabes todavía no ha sido nombrado.
Son las flores de septiembre, las que llaman a la puerta. Abres con tu mejor sonrisa de empleada, las dejas pasar al despacho y les sirves una infusión caliente. Ellas no sonríen ni tampoco emiten palabras, sonidos o algún significado. Sólo asienten, te miran mientras limpias tus papeles, ordenas cosas antiguas y casos clausurados, archivas, remueves, categorizas lo que te enloquece. Las flores como seres alados con vientres perfumados parecen esperar un signo, una señal que libere el estigma y las conduzca a un feliz estado.
Tú no tienes señales, ni libros sagrados ni leyes de estado. Lo más que tienes es tu útero cortado y tu recién nacido en un piso alquilado.
Entre el último caso archivado encuentras entonces una pluma, de algún pájaro extraviado. La tomas con tu mano e imaginas con los ojos cerrados que cosquillea de tu hijo un costado, luego otro, luego detrás de la oreja dibujando un caracol enroscado. Las flores de septiembre se ríen, cacarean como viejas o como campanas rotas, con carcajadas abiertas y flojas. Tú también estás cacareando cuando el jefe te llama por el interfono conectado: “Señorita, tráigame un valium que estoy angustiado”. “Claro”, farfullas, y con la pastilla sales volando. Al volver las flores se han excitado, ahora están abiertas, como rosas hermosas o claveles clavados: “Uuuuuu, Uuuuu”, ululan como lobas, “el jefe está drogado”. “Shhhh… por favor... que me mandan al carajo…”, pides silencio mirando al despacho donde el jefazo, como un poseso, pelea con su mujer por la tenencia del niño que han hecho y que los ha separado.
Las flores tiritan. Tú tiemblas como un venado. Han llegado las siete y la tarde está calando cuando se abren como fieras y una a una te muestran sus heridas hablando: “un Kristeller, guapa, hazle un Kristeller”, grita una loca y la otra “dale con la mano, una ventosa, lo sacas con la ventosa”, musita una inglesa, “un Hamilton, le digo, a ver si lo acelera” y la otra arranca sureña, “una epi, te digo que una epi y sale resbalando”.
Las voces son gangosas, de dolor amortiguado.
Tú sigues temblando con las manos sudorosas. Entonces apagas las luces y sales del despacho con los pies atravesados, mientras tu jefe sigue en la suya y las flores se marchitan. Abandonas el lugar cejuda, hacia el hogar monoparental vas caminando en tu noche turbia y sabes que no has llegado, pero al menos no estás muerta y seguirás buscando.