Después de la explosión sigues bajando al caracol. Llevas horas descendiendo, a tientas vas descubriendo el muro espiralado, sus quiebres y mareos. El rumor del mar ha menguado y ya no es para tanto, empiezas a ver tu silencio. En un balconcito empedrado sobre un acantilado ronroneas y gorjeas sin acierto, dando vueltas en el vacío coqueteas, más no caes, sino que como una gata perfecta mantienes tu cuerpo enhiesto.
Ahora estás en pleno silencio, no escuchas las olas ni tampoco las gaviotas, sólo tu respiración que va y viene como una anciana señora roncando en el tiempo. Entonces llegas a una gruta. Es una cueva oscura y mojada de agua salada. La tierra es arena blanca con fósiles moluscos y no se escucha nada, ni el suspiro de un hada. Te arremolinas buscando una mágica figura, un caracol iluminado en la tumba o en la cuna. Poco importa si estás muriendo o estás naciendo, lo que importa es que eres una y te estás multiplicando.
Te has echado.
Ahora tu cuerpo está relajado y te concentras en el dolor que empuja huesos y músculos por tu vientre atravesados. Vas abriendo un sendero para tu niño venidero. El cerebro se te estruja hasta hacerse diminuto como un dátil jugoso o una esponja enana. Ya tus manos no utilizan utensilios ni herramientas, sino que laten, gruñen y murmuran que por fin te has vuelto hembra.
Aparece una barca. Está hecha de lianas y de yedras. Te acompaña un sabio o una bruja, no aciertas a saber de quién se trata, pero sabes que está entero y te mira como a una hermana. Allá llegas. La barca te lleva y te sientes ligera, entonces abres la boca, cantas, gritas e invocas hasta que de tu lúcida vágina emerge un niño, un niño de sangre. Un hijo.
Tu hijo.
Lo abrazas, lo hueles, lo meces y él te busca, te huele, te siente trepando por tu vientre hasta llegar al pecho, donde un pezón le sonríe como si ésta fuera su tierra.
Luego acuden a la cueva otros animales sin truco: monos, cerdos y otros cachorros se agolpan en tus tetas, rozan el cielo mientras maman y amanece.
Ya eres hembra, ya eres tierra. Por fin has llegado del otro lado, íntima y nocturna has invitado a un sin fin de mujeres que el camino han desandado. Todas ellas te miran, todas ellas suspiran y entre flores, permanecen.
Ahora estás en pleno silencio, no escuchas las olas ni tampoco las gaviotas, sólo tu respiración que va y viene como una anciana señora roncando en el tiempo. Entonces llegas a una gruta. Es una cueva oscura y mojada de agua salada. La tierra es arena blanca con fósiles moluscos y no se escucha nada, ni el suspiro de un hada. Te arremolinas buscando una mágica figura, un caracol iluminado en la tumba o en la cuna. Poco importa si estás muriendo o estás naciendo, lo que importa es que eres una y te estás multiplicando.
Te has echado.
Ahora tu cuerpo está relajado y te concentras en el dolor que empuja huesos y músculos por tu vientre atravesados. Vas abriendo un sendero para tu niño venidero. El cerebro se te estruja hasta hacerse diminuto como un dátil jugoso o una esponja enana. Ya tus manos no utilizan utensilios ni herramientas, sino que laten, gruñen y murmuran que por fin te has vuelto hembra.
Aparece una barca. Está hecha de lianas y de yedras. Te acompaña un sabio o una bruja, no aciertas a saber de quién se trata, pero sabes que está entero y te mira como a una hermana. Allá llegas. La barca te lleva y te sientes ligera, entonces abres la boca, cantas, gritas e invocas hasta que de tu lúcida vágina emerge un niño, un niño de sangre. Un hijo.
Tu hijo.
Lo abrazas, lo hueles, lo meces y él te busca, te huele, te siente trepando por tu vientre hasta llegar al pecho, donde un pezón le sonríe como si ésta fuera su tierra.
Luego acuden a la cueva otros animales sin truco: monos, cerdos y otros cachorros se agolpan en tus tetas, rozan el cielo mientras maman y amanece.
Ya eres hembra, ya eres tierra. Por fin has llegado del otro lado, íntima y nocturna has invitado a un sin fin de mujeres que el camino han desandado. Todas ellas te miran, todas ellas suspiran y entre flores, permanecen.