lunes, 29 de septiembre de 2008

Lagartos

Charlie no ha vuelto. Han pasado días de cemento y sigues igual. Bueno, peor. Ahora sueñas con lagartos verdes envueltos en celofán; tú y Charlie los cogéis, al vuelo, en una escena que se repite todas las noches cuando intentas conciliar. Pero es inconciliable, el tormento que sientes con la calma que tienes, cuando bañas a tu pequeño, lo meces, le cantas. Lo zarandeas y bailas con él frente al mundo. Ha conocido la playa, el agua, los árboles y las plantas. Esta mañana vio a un ruiseñor, un pajarito tierno. Ve las puestas de sol sentado como un señor a horcajadas en tu cuerpo. No empezó a gatear pero hace arrastradas al viento y ya descubrió al devorador de arena. Esta tarde comió su papilla blanda como un león y ahora duerme. Mientras, tú repasas las canas que tienes, te ha salido un mechón en la frente. Te miras al espejo y ves tus dientes, tu mandíbula clavada y tu cara, de repente. Eres tu madre. Ella te mira desde el otro lado del espejo y te señala el retrete, luego levanta las cejas indicando las tejas, una telaraña. Una no, veinte.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Mejor por el agujero

Descubro con regocijo que un cirujano lumbrera señala el orificio. Sí, abre las piernas si de apendicitis te operan. Si la grasa te pesa mucho o las amígdalas te empachan, en el futuro que ya es presente, la sacarán por un tubo para evitar lo que duele y lo harán con manos robóticas a través de tus agujeros. Los que trajiste cuando llegaste tal como eras: la vagina, el ano, la boca, redonditos y fecundos. El señor dice muy fresco que es mejor usar agujeros que ya existen en el cuerpo para sacar lo que se quiera. Y a esto yo me pregunto: ¿qué les pasa a los obstetras, ginecólogos y otros demiurgos que insisten en abrir boquetes como si no tuviéramos ya uno?
Curiosea en esta noticia y pregúntale al bestia de turno si ha leído la prensa o sigue pensando que es mejor paciente la que su dolor se calla, se tumba anestesiada y espera a que "la paran" con la vagina hecha un nudo.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Por favor, ¿me abres la esposa?

Tú hace años que no soportas sus ronquidos ni sus pedos largos en plena noche. Él, hace siglos que odia el chasquido que emites cuando estás nerviosa, lo que es muy seguido. Alcanzasteis el perfecto equilibrio evitando roces excesivos y ejerciendo la corrección diplómatica del saludo y la conversación climática. Sin embargo, este verano ha sido distinto: algo en tus entrañas se ha cocido y él ha estado extraño, huraño y agresivo. Siempre mirando enfiebrecido a las mocosas en la playa mientras tú apretabas las piernas bien cerradas, haciendo como que no estabas.
La pareja murió hace tiempo, ya ni recuerdas en qué momento. Sabes que el camino podría hacerse eterno, pero no tienes ni la imaginación ni las ganas para vivir en serio. Así que tejes tus bufandas en agosto y preparas ensaladas de pimientos tiernos. Ahora él está hablando con el morocho que vigila las olas, os defiende de las medusas y pone banderolas. Bien mirado, el negro está que ni pintado. Charlan animadamente y el tipo sonriente te mira abriendo una boca con dientes imponentes. Tejes tu bufanda y afinas el oído, la vista y la cocorota. Indagas a lo lejos y descubres que sabes leer los labios cuando tu esposo gesticulando le pide ligero al mulato: "por favor, ¿me abres la esposa?

¿Qué hacer cuando los años de convivencia blindan nuestra sensibilidad romántica, bloqueando la tensión erótica y convirtiendo el sexo en un espejismo? Desastres, anécdotas y trucos para seguir vivos.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Cyber Kat

Estás sentada frente a una pantalla en el Cyber Kat, un ciber café donde puedes conectarte y disfrutar de compañía felina a medio euro los diez minutos. Claro, no es barato. Pero adoras codearte con los gatos, más si son asiáticos y puedes navegar un rato. El local es de unos nipones, está decorado con líneas minimalistas y blancos almohadones. En la sala hay pocos clientes y media docena de gatos que se pasean con la cola en alto. Uno de ellos, con un ojo cual pirata manchado, arquea sus bigotes mientras se frota contra tu espalda ronroneando. En una de las paredes hay un cartel colgado, con decoraciones de flor de manzano: “Si corres, no llegarás nunca”. La música zen te ha relajado y, por fin, te pones. Encaras la búsqueda del “dragón alado”, con la tarjeta del Xao Lin en la mano. Después de unos segundos, el buscador te muestra una ristra de opciones, puertas que indican un sentido: bordados en hilo de seda y pedrería con formas de dragón alado, inciensos de mirra y mirto con el bicho dibujado, estampados, seres animados, perfumes, diccionarios mitológicos y marcas de petardos. Todo se refiere al dragón alado, pero nada te lleva al restaurante ni al viejo asesinado. Te empantanas en las miles de ventanas y descubres, eso sí, que el dragón alado es un ser inventado por chinos, nipones y coreanos, que se disputan la paternidad y el origen real del bicharraco. Como sea, no tienes tiempo para perder ni tampoco un centavo. Tu hijo se comió su compota, finalmente lo has logrado, pero no durará mucho sin proferir un grito de leche a los oídos inocentes de tu amable vecina. Apuras tu café con leche y cuando estás sacando la billetera, llega una tipa afectada con los ojos como bolas, “el Paco mató a la Trini, el Paco mató a la Trini”, vocifera. El nipón que está a cargo la observa detenidamente y le pregunta con calma a qué se refiere. Ella explica entre sollozos “Mi gata, mi gata, el Paco la mató a palos porque le di una lata y me la metí en la cama…”. La mujer llora con el rostro entre las manos y tú te acercas para secarle los mocos. Explica que el muy bestia estaba celoso y la quería toda entera, como una geisha, empleada o negra que hiciera lo que él quisiera. Escuchas el relato alucinada y piensas en tu Charlie, tan modesto y buen hermano lavando platos, cambiando pañales y besando tus omoplatos. Sientes una punzada en tu corazón angustiado y vuelves a lo que estabas. Al llegar a la pantalla encuentras a Pirata, el gato del ojo negro, paseando en el teclado como Pedro por su casa. Lo espantas con dedos de nácar y él te mira travieso, sentadito y atento al lado de tu taza. En la pantalla nuevas ventanas y caminos se han abierto. En grandes titulares lees que en China la política demográfica ha creado un desconcierto, las mujeres son abortadas, abandonadas y asesinadas, vendidas y borradas de debajo del cielo para tener la oportunidad de que nazca un varón, ya que un sólo vástago permite el gobierno. Así, nacen pocas mujeres, se han vuelto muy selectivas y escogen maridos ricos, rentables y apuestos. Pobres y campesinos no ven una hembra ni en sueños.
Luego otra ventana te cuenta de este entuerto: progenitores furiosos porque la leche china está infectada y ya son miles los niños enfermos. Lactantes diminutos mueren de mal de riñones por un defecto de fábrica, en el gigante amarillo los niños no están seguros ni los piratas se están quietos. La última ventana te muestra esta perla: con las pasadas olimpiadas aumentaron las cesáreas porque las chinas ansiaban parir en fecha tan señalada, augurio de gran fortuna e importancia.
Con semejantes noticias te quedas atontada, un trabajo de chinos descifrar tanta burrada y tanta cosa mezclada. Pagas tu euro y medio y lo saludas a Pirata con un beso en el entrecejo, entre la ceja negra y la ceja blanca. “Mira que eres atrevido…” le dices al amado bicho, tu Cyber Kat preferido. Luego sales a la calle en plena mañana, la niebla cae sobre la ciudad atestada de hombres, mujeres y niños. En el cielo se oye un estruendo y circulan varios aviones, tienen alas de acero y morros respingones, lo que no tienen es brújula para guiar sus motores.

martes, 16 de septiembre de 2008

Tú, el otro

Mientras mi hijo duerme su borrachera de teta, leo con desagrado la evolución del episodio de discrimación que viven los niños de los colegios madrileños del San Roque y el Cristóbal Colón. El primero, bastión de los gitanos, y el segundo, refugio de los payos, han visto sus intalaciones permutadas. El estigma viaja con los niños, donde van los gitanos va el San Roque, y donde van los payos va Cristóbal con su dedo señalando: "gitanos, gitanos, que no salgan al patio". Es un grito de guerra viejo como el miedo atávico a lo desconocido y extraño. Y así, vamos escribiendo nuestra historia los humanos. Si el otro es oscuro, pequeño, gordo o larguilucho, si es distinto, no lo quiero. Si habla raro, come mucho o tiene bigotes, que juegue lejos y no me toque. Así, nos vamos educando y creando barreras, agujeros y trincheras donde se acumulan los pedrotes.
Recuerdo cuando de pequeña, siendo hija del colectivo sudaco, tenía un lugar junto a los últimos de la fila y los rezagados. Tontos, feos y marginados. Entonces yo era el otro y por creerlo me llevaba las asignaturas a septiembre, escribía fragmentos desaliñados y creía que nunca sería nada, por no ser que no quedara. Luego, por causas mayores, pasé del otro lado y me convertí al otro bando. De mi experiencia en cada lado me quedó algo claro, el otro es un espejo que proyecta siempre tu rostro reflejado.
Imaginad la diferencia y tendréis niños enfrentados. Contadles que son iguales y se tenderán la mano. Los gitanos no irán al cole si no los sacan ni al patio y los payos morirán horrorizados de perder su estatus. Y cuando lleguen a adultos, protagonizarán su réplica patética hasta los dientes armados.
Imagina que eres el otro y lo serás, tarde o temprano.
Rastrea esta trifulca aquí

domingo, 14 de septiembre de 2008

Arroz Xao Lin


“Arroz Xao Lin está bien”, eliges tu cena sin pensar, mirando fijamente el candelabro con forma de dragón alado que descansa sobre el mostrador del restaurante chino. La china que te atiende es la misma que te respondió al teléfono con voz aterciopelada y te liquidó rápidamente cuando le preguntaste por el dragón. Ahora evitas hablar de ello, pero quieres sonsacarle unas palabras. “No entiendo”, te responde cuando le preguntas qué quiere decir “Wo bu ming bai”. Repites de nuevo la frase, vocalizando bien. “No entiendo”, insiste achinando sus ojos almendrados. “Pero, eres china, ¿no?”, inquieres desconfiada. Ella te clava una mirada inescrutable y afirma fastidiada “Wo bu ming bai queler decil no entiendo”. “!Aaaah!”, exclamas aliviada, “menos mal”. Luego dices, “She wan”, la segunda frase de la niña rosada. Ella mira el reloj y levanta una ceja pintada: “casi diés”. “¿Qué?, ¿casi diez qué?”, respondes excitada, la china te está volviendo loca, no entiendes qué quiere ni qué le pasa. Piensas que son diez las gambas o los minutos para que lleguen a tu boca. “Quelel sabel hola, casi diés. No talde…”, empieza a irritarte la conversación, así que le repites de nuevo la pregunta, impaciente: “¿Qué quiere decir She wan?”. Entonces ella cierra su bloc bruscamente y retira los platos del segundo comensal, que no vas a usar. Luego desaparece con pasitos diligentes y nerviosos detrás del mostrador, le cuchichea algo al hombre que está sentado frente a la caja y se mete en la cocina.
El hombre de la caja, chino también, se acerca con una mano tras la espalda. Lleva un bolígrafo en el bolsillo y en el ojal una aguja dorada atravesada con un dragoncito esculpido y una piedra verde cual ojo encendido. Estás mirando el dragoncito cuando te dice “¿Señola?” inclinándose levemente. Tartamudeas algo parecido a una excusa y finalmente le formulas la pregunta. “Es talde, She wan quiele decil es talde”, te aclara rotundamente. “Ah, gracias…”, farfullas abochornada. El chino te deja con tu respuesta y la cara embobada. “Para eso tanto misterio”, piensas, “no me entendía y se le hacía tarde”. Estás empezando a creer que no hay mensaje cifrado, ni pistas, ni huellas ocultadas. Tal vez tiene razón tu madre… Charlie se esfumó con la rubia de las tetas operadas. Lo de la comisaría, toda esta historia… no es más que una banal excusa para dejarte tirada.
Tu estómago está que arde cuando llega el arroz Xao Lin, con gambas color rosa y vegetales poco fiables. Agridulce es tu cena, amarga la ausencia y la escena. Nadie te mira y nadie te busca, mientras cuentas las gambas una a una. Son siete… menos que siete, seis y media porque una está chunga.

En estas andas cuando vuelves al mostrador y al candelabro que allí descansa. Dos velas, dos llamas encendidas bailan en el aire. Miras la puerta que se cierra y que se abre, trayendo brisa, bocanadas y desaires, hace oscilar las llamas a la derecha y a la izquierda. Resisten la ventisca y se hacen pequeñas, celulares, luego en la calma chicha se ensanchan, se enlazan, se funden consumiendo el aire que cuece y el oxígeno que las mece.
“Charlie…”, musitas. Frente a ti su silla vacía y ninguna palabra.
Empiezas a rascar la mesa con las uñas sucias de manzana rallada. Quieres encontrarle pero te duelen las piernas, el cuello, la espalda y los dorsales. Tu hijo coge peso día a día como el mejor de los lechales. Tú disminuyes, te consumes, diminuta. Entonces abres la boca para que circule el aire y el chino te mira, asiente y gesticula. A los pocos minutos se aparece con la cuenta en un platito con dibujos de gatos. Son felinos de oriente, con bigotes largos y poco corrientes.

Pagas muy calladita y te despides cortésmente, mirando el candelabro. Entonces abres la boca y el aire que sale dice muy claramente “Ye she long da tian”. El chino se detiene, petrificado. “Dlagón del Cielo mulió tlistemente”, murmura. Algo tiembla en el ambiente y sus ojos son prímulas incipientes. Llora en su voz la simiente y cuando te tiende una tarjeta, sabes que no miente. Lo que no sabes es quién es Dragón del Cielo y dónde acabó tu príncipe valiente.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Sigue buscando


Vuelve a rechazarla. Tu hijo no quiere saber del puré de pera, ni papilla ni nada. Intentas encajarle la cuchara pero rebota la crema, chorreando por su barbilla y empapando el babero. Son pasadas las nueve, acaba otro día de una semana cualquiera en la que tu marido tampoco ha vuelto, no apareció a pedazos en ninguna heladera ni muerto en las noticias de la tele, ni en la comisaría ni en los hospitales ni en los burdeles de la city le han visto la jeta o el culete .
Nadie te cree cuando explicas que es por el crimen del chino, que fue entonces cuando empezó el desatino. Creen que inventas esa historia para esconder que se fue con otra y que te haces la loca, porque siempre has sido medio idiota.

Como sea, pegadas en la puerta de tu nevera están tus pistas hasta la fecha. Las palabras de la niña china, básicas y primordiales, siguen siendo el gran enigma. Las repites, las escribes, sin ningún sentido. Al lado del chino ya no vive nadie, no salen ni entran y espías durante horas en balde. Parece que a la niña se la tragó la tierra, que se mudaron a otra parte. Tendrías que ir al restaurante... buscar ayuda, salir a la calle.

Pero como suele pasarte de un tiempo a esta parte, a estas horas estás medio muerta, de sed y de hambre. Has dado ya la teta pero arremetes con la cuchara a ver si a tu hijo le gusta la papa y te suelta un poco la pechanga. Necesitas tiempo y espacio para encontrar a Charlie, fuerza, concentración, enfoque. Entonces enfocas tu mirada sobre los pies de tu bebito en la hamaca. El color de la tela te recuerda el sueño de esta mañana, sangrabas como una perra, menstruabas a tus anchas mojando el suelo con jugo escarlata. En la marea iba y venía una luna roja con alpargatas. Charlie cosía cortinas y cocinaba lentejas, mientras tú descifrabas el misterio de las microparejas. Mucho más lejos, en algún recoveco, respiras tú y respira él, ese era el sentido perfecto. Y mientras respiras, te agarras a Charlie y no le dejas.

- pum pum, pum pum, pum pum...

Tu corazón bombea y el oxígeno te trae noticias. Está vivo. Está que truena. Y quiere hablar contigo.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Osho mil veces te amo


Está recogida en El Sendero del Yoga de Osho, maestro espiritual original y atípico, que no atópico ni utópico, una historia sobre el odio filial y la hipocresía que suele moldear las relaciones entre padres e hijos.

La historia en concreto es de Khalil Gibran y cuenta que una noche, una madre y su hija se despertaron repentinamente a causa de un ruido. Ambas eran sonámbulas y cuando se escuchó el estruendo en la vecindad caminaban dormidas por el jardín. Turbadas por el ruido, se enfrentaron con furia aún sumidas en el sueño: “A causa de ti, perra, a causa de ti, perdí mi juventud. Me has destruido. Ahora todo el mundo que viene a casa te mira a ti. Ya nadie se fija en mí”, le gritaba la madre verde de envidia y de celos. La hija, por su parte, le respondía: “Eres un mal bicho. Por tu causa no puedo disfrutar de la vida. Eres un estorbo, un obstáculo que hallo en todas partes. No puedo amar, ni disfrutar…”.
Y de repente, a causa del ruido, ambas despertaron.
Y la madre dijo: “Hija mía, ¿qué estás haciendo aquí? Puedes resfriarte, entra en casa”. Y la hija respondió: “¿Y qué haces tú aquí afuera? No te has encontrado bien y la noche es fría. Ven madre, acuéstate”.
Despiertas, ambas volvían a colocarse sus máscaras hipócritas, ocultando sus pensamientos y sus sentimientos más profundos. Pero en los sueños, como en las expresiones artísticas, el subconsciente fluye revelando aquello que nuestro yo social y consciente reprime.

Esta historia me ha recordado una vez que, siendo yo una niña, escribí en mi diario personal las palabras “mami, te odio”. No recuerdo la causa precisa de tan brutal declaración, ya que mi memoria forajida logró escamotearla. La cuestión es que mi madre revisaba mis cosas, cuadernos, cajones y bolsillos, como suelen hacer impunemente algunas madres en busca de quién sabe qué costumbres perniciosas. Y así descubrió mi secreto y se armó una escena italianísima, en la que ella ofendida y dolida me reprochaba entre gritos “¿cómo has podido hacerme esto?”. Después de aquello se instaló entre nosotras un silencio distante, una mezcla de estupor y desconfianza. Luego, con el tiempo, olvidamos lo ocurrido y se guardó en un cajón.
Y así, en una infinitud de cajones, bolsitas, cartas, sobres y cajitas, madres e hijas van acumulando su rencor, sus nimiedades, sus miserias y frustraciones, su despecho, su rivalidad intensa y ese odio inenarrable, esas ganas de librarse de la otra, para poder ser una, la única, la bella, la reina en un dominio total de la energía circundante.
Como sea, después de todo aprendemos a rezar, a repetir cuánto amamos y veneramos a nuestras madres. Cuan ejemplares fueron, cuan abnegadas, generosas, cariñosas y admirables. Y relegamos a la caja negra del olvido las críticas mordaces, los desatinos, los olvidos y las carencias, las cuerdas opresivas, las miradas inquisidoras y los esparadrapos con que cubrían nuestras heridas censurables.
Me pregunto qué pasaría si abriésemos la caja de Pandora con los males de la madre… ¿nos libraríamos finalmente de sus sombras?, ¿podríamos convertirnos, de una vez, en niñas, mujeres y madres auténticas, sin necesidad de decir Osho mil veces te amo?.
Fotografías de F.H. sobre "La penseuse", de Yssy Boyadjiev.

viernes, 5 de septiembre de 2008

La gata

El ascensor se detiene frente al primer piso. Entran dos sanitarios empujando una camilla donde está extendida una embarazada con enormes ojos negros. Bajáis juntos hasta la primera planta y en el trayecto oyes a la mujer murmurar en francés algo parecido a un rezo. La mujer entorna los ojos, mientras se agarra con fuerza a las varillas de la camilla. Ves sus piernas desnudas y su pubis rasurado tras la bata de hospital abierta. Los camilleros están hablando de Sonia Trapero, una comadrona con un buen trasero. La mujer de los ojos negros parece atemorizada, la escuchas rezar en francés y quieres tranquilizarla. En cambio, preguntas a los camilleros dónde la llevan y qué le pasa. Te contestan que va a cesárea porque es muy pesada, no se entiende nada y la ginecóloga de turno apenas sabe hablar, mucho menos es poliglota. Se ríen los dos por su broma idiota y tú te acongojas. Te acercas a la parturienta y le dices con voz melosa “tout ira bien, ma belle”, unas palabras que aprendiste de una película hermosa. Ella te mira con ojos como lagos, dilatados. Entonces para el ascensor, se abren las puertas y los camilleros sacan a la marroquí con su panzota. Tú vas detrás, silenciosa.
Ya has visto a tu ginecóloga, te hizo un chequeo extraordinario por el desmayo de esta mañana, control de hierro, yodo, presión. Preguntas y respuestas que no revelan nada. Y ahora que estás en el vestíbulo con tu bebé colgado se te ocurre averiguar si tu marido está registrado, a lo mejor lo hirieron y está ingresado. Te acercas al mostrador y abordas a la administrativa con el mejor peinado, una rubia latina con los ojos pintados. Ella chequea gentilmente la computadora y te asegura que no hay Charlie en la pantalla ni en los hospitales de la zona. De pronto irrumpen en la entrada una mujer argentina y su marido colombiano que grita, profiere agitado “¡que viene!, ¡que viene! ¡Está llegando!”. La parturienta se ha recostado, a su alrededor revolotean varias enfermeras y el taxista, con el bolso en la mano, descolocado. La argentina respira concentrada y su marido la mira extasiado. No puedes soportar la escena aunque estás hipnotizada y sabes que ella puede, puede si quiere y está serena. “Está coronando”, dice una enfermera al pasar a tu lado. Te sube un vomitado. Sales como puedes y te sientas afuera, frente al acceso hospitalario. Respiras con aliento entrecortado aferrando a tu bebé entre los brazos, mientras los gritos atraviesan la puerta giratoria. Sientes el pecho apretado, una opresión pringosa y honda, como de hielo y asfalto. Respiras profundamente equilibrando tu estado y reparas entonces en una joven española, otra en interesante estado. Está de muchos meses, tiene un vientre abultado de piel reluciente, los hombros tatuados y el tobillo rodeado por una serpiente gruesa con aletas de pescado. Estás mirando el dibujo mientras escuchas su relato “si se pasa de peso, me la sacan a la 38”, dice con gesto resuelto. Te retumban los sesos y vuelven las arcadas, como un mar revuelto y mezclado. Entonces te meces, le meces, cierras los ojos y sueñas con volver al pasado. Cuando contabas las semanas con Charlie al costado, él te besaba los pies y tú le acariciabas la mano, ronroneando esperanzados. Quieres agua caliente para olvidar lo que sientes y sólo encuentras granizado.
Ha caído la tarde y la hora corta es de un gris tamizado. Tu hijo lloriquea, olisquea tu blusa y se mueve impaciente. Reclama su leche, así que bajo el cielo que anochece y entre voces extrañas le das su ansiado bocado. Con la teta en la boca el bebé te arrastra a vuestro vals de enamorados. Entrecierras los ojos, como una gata o una fiera, como un ser humano. A cada trago que succiona, a cada beso que te roba, renace tu loba. Estás medio borracha, en ese divino estadio, cuando ves pasar una cosa vestida de rosa. La chinita del local clausurado cruza pedaleando veloz el parking hospitalario, casi te roza, luego gira y desaparece tras las verjas. Tú has abierto los ojos y los tienes como platos, verde fluorescente como en la noche los gatos.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

La Rana

“Rara, no sé me siento… rana”, dices estas palabras y la r se te queda atascada en la garganta. Del otro lado de la línea tu ginecóloga parece disconforme: “Sí, claro, es normal. Te tienes que acostumbrar al niño y todo eso, pero, ¿qué te pasa?”. Te gustaría responderle pero te das cuenta de que no puedes, no tienes ni idea de lo que te pasa. Simplemente, no eres la misma. Lo intentas de nuevo: “Tengo una barriga deforme, enorme y flácida. Me siento… mmmmh. No sé… tengo arcadas”. “¿Arcadas?”, tu ginecóloga parece súbitamente interesada, "¿Cuando comes?, ¿cuando tragas?”. Las arcadas van y vienen, a oleadas. Te das cuenta de que la conversación está empantanada, no tiene salida. De pronto estás agotada, improvisas una excusa y te despides hasta la próxima semana.
Cuelgas el auricular y te quedas pasmada. Sobre la mesita descansa el diccionario de mandarín que rescataste del armario de Charlie. Lo coges maldiciendo por no haber entendido nada, la noche pasada buscaste las palabras de la niña extraña y te volviste majara. Un trabajo de chinos descifrar tantos sonidos, símbolos, acentos y vocales largas. Imposible. Caíste derrumbada en la cama hasta esta mañana. Ahora estás estudiando la solapa. Charlie había escrito su nombre con letra estilizada y a un costado, en lápiz, un número de teléfono y una palabra borrada. Te da un salto el intelecto, te agitas excitada. Descuelgas el teléfono y marcas el número. Escuchas el tono reteniendo el aliento. Esperas unos segundos que te parecen una eternidad y cuando estás a punto de colgar decepcionada se escucha una voz vibrante y aterciopelada. “Ristolante Xao Lin”, dice una voz femenina entrecortada por un hilo musical del extremo oriente. “!Hola!” logras articular y luego te quedas callada, con las neuronas aplastadas contra el auricular intentando discernir en qué lugar te hallas y qué es lo que has de decir. “Buenas noches… busco a… a… dragón alado”, no sabes cómo te bajó del cielo un dragón con alas, el que estaba impreso en los carteles del local clausurado. La mujer se queda en silencio, acto seguido berrea algo en mandarín, luego vuelve a atenderte suavizando el tono: “No queler hablar. No queler nada. Dlagón telminado”, resuena expeditiva y cuando vas a contestar tu voz choca con el tono intermitente del teléfono colgado.
Estás tiritando, de pie, frente al recibidor. Has desayunado algo ligero, te has duchado y vestido, tu bolsa está preparada. Sólo falta despertar al nene, que duerme encantado. Repasas los hechos mentalmente, el viejo muerto con el cuchillo en la frente, la llamada de Charlie, el mensaje desde la comisaría, la niña en bicicleta y su críptico lenguaje. Ahora este número y la aparición del dragón alado. La cabeza te hierve y te castañean los dientes. Sientes que te vas a desmayar, lo presientes, y de hecho te desmayas cuando suenan las siete.
Tu cabeza descansa en un charco, no es sangre, ni alcohol, ni carburante. Son las aguas rotas, ni son verdes ni están claras. Te salen por las orejas a borbotones y por las cejas chorrean amnióticas cascadas. Lo sabes porque lo hueles y porque estás dilatada. Tiras de una cuerda y escuchas la voz de tu madre gritando exasperada “venga campeona, que tú puedes” y a tu padre farfullando “vamos, niña, si no es nada”. Entonces tiras con todas tus fuerzas y explota un sonido seco, de dique que cede. Caen las aguas torrenciales y en ellas te sumerges, te bañas como una guarra. Nadas y nadas todo lo que puedes, crowl, brazada, espalda y mariposa por varias veces en una olímpica piscina cubierta de rosas. Estás concentrada aunque creas que no puedes, te sientes cansada. Entonces, en medio de una brazada, ves sus alpargatas. Son las de siempre, rojo escarlata. Charlie corre a tu lado empujando el carrito con tu bebe. Con el rostro deformado y la camisa empapada, Charlie corre, vuela con enormes zancadas. Cada vez que giras la cabeza y abres la boca para respirar le ves la cara transformada, con la lengua colgando y la mirada clavada en tu carrera atosigada. Y entonces lo entiendes, es él, tu hada, tu comadrona y tu puente. Y por eso le amas. Él es tu bella durmiente y tú, su rana.

Salpicaduras transoceánicas


Sarah Barracuda Palin, como solían llamar a esta basquetbolista temible en su adolescencia, muestra sus fauces desde el otro lado del océano. Miss Simpatía, líder del joven movimiento de atletas cristianos, periodista y madre, es ahora candidata a mandamás desde el gran iglú americano. De este lado, los otros republicanos se agarran los pelos y cruzan los dedos. Allá la batalla es cruenta y todos quieren liderazgo, visten chaqueta nueva sea negra o sea hembra, que no sea macho blanco. Aquí sentimos mareos con tanto muerto en estricta observancia de los diez mandamientos. Luego de dictar preceptos con la derecha en el pecho, toca a la izquierda hurgar agujeros con su dedo. Salpicados en pleno tiroteo, nos quedará esperar a la muerte suspirando por la supermamá Angelina. Y no importa si el agujero es por arma de fuego, lo que importa es que tenga curvas el viaje de Morfeo.


Los caminos del César

A la luz de una vela buscando analogías sobre los caminos del César se me ocurrieron éstas:
La cesárea es como cuando vas a pie, caminando, disfrutando del paisaje y respirando pausadamente. Puedes escuchar el trino de los pájaros, acariciar las ondulaciones de la hierba y descubrir las huellas de algún animalito silvestre. Está todo en su lugar, donde tiene que estar, la naturaleza transcurre y con ella tú, el caminante, que sin darte cuenta te has unido armónicamente a tu entorno sincronizando tu pulso, tu respiración y tu latir. Entonces llega un listillo con una 4x4 y te invita a subir, para que llegues antes. Tú gentilmente rechazas la invitación, pero el guapo de la 4x4 no admite tu respuesta. Entonces se baja de la máquina y te lleva del brazo, cuando te resistes te lo tuerce con fuerza, pero aún así, encallas tu pie en la rueda y dices que no, prefieres seguir caminando. Entonces el villano te pega una patada en el culo y, no contento con el resultado porque te has prendido a un árbol, te da una buena paliza, te rocía en aceite, te hace tragar gasolina para que aceleres, te arrastra hasta la portezuela del coche y, cuando estás medio inconsciente, te ata al asiento de pies y manos. Luego te tapa la boca, te cubre la cabeza con su chaqueta y se sube al asiento del conductor diciéndote "ojo con la gasolina que prende fácil", haciendo sonar su mechero.

Cuando llegas a tu destino estás tan confundida, asustada y herida, que necesitas atención urgente. Por fin están los médicos para atenderte. ¡Qué suerte!

En un camino distante, pero parecido, una mejicana del campo se encontró en trabajo de parto y sin nadie que la atendiese. Escuchó su vientre y supo que había algo diferente, su niño no saldría, aunque el sol brillara en lo alto y el campo latiera como siempre. Agarró un cuchillo y se abrió ella sola, en diagonal, con la suerte de dar con el útero al primer intento. Tenía la única anestesia de unos tragos de aguardiente en el cuerpo y aguantó apretando los dientes. Le pidió a su hijo de 6 años que fuera a buscar ayuda urgente. La encontraron consciente, con su niño al lado en perfecto estado. En el hospital se quedaron pasmados, médicos y pacientes, de cómo esa campesina se había hecho a sí misma una cesárea tan exitosamente. Ella dijo que pensó, en caliente, que o morían los dos o los dos se salvarían. Que dios estaba de su lado. Y efectivamente.

Y así. Una cesárea diabólica y deficiente, otra eficaz y divina.
Por suerte, no todos los caminos llevan al césar. Algunas cesáreas abren una herida que se convierte en una puerta hacia la consciencia, hacia la lucha y hacia el crecimiento, que es lo más parecido a la felicidad que nos puede tocar en suerte. Al menos así lo creo y así vivo la mía... pero también hay cesáreas que se convierten en lodos de fango donde las mujeres sufren una lenta agonía de incomprensión y fracaso. Y otras que ganan la partida a la muerte. De todo hay, en las viñas del señor.

Qué pena, eso sí, que nuestros caminos de andar estén infestados de 4x4. Lo único que puedo desear es que las autoestopistas ingenuas, las ilusas y las inconscientes poco a poco vayan despertando con nuestras sirenas de locas dementes. Y las que quieran ir más rápido que se suban a un cohete.

lunes, 1 de septiembre de 2008

El dragón alado

Estás con la cabeza bajo el agua. Sientes el chorro golpear tu nuca y relajar los músculos de tu espalda dolorida por la noche pasada en el sofá. Son las seis de la mañana, tu bebé todavía duerme y tú estás sin energías, tensa y somnolienta. Logras despertar ahora que estás mojada, frotas tu cuerpo con el guante de crin para recordarle que sigues viva y entonces la ves. Ahí está, rosada y algo henchida. Un tajo horizontal sobre el pubis, bajo la línea del bikini, por el que llegó tu bebé. Bajo el agua los sonidos del quirófano llegan distorsionados una y otra vez: “uy, es enorme”, “estaba mirando las estrellas”, “¿por qué lloras, mujer, si está todo bien?”… Y más tarde repeticiones difusas de indicaciones y quejas entre colegas por la pesadez del trabajo. La ginecóloga da comandos con autoridad, resuena su voz distante. Mientras, el anestesista te acaricia la frente y tú le dices “te amo”, eternamente agradecida por explicarte lo que pasa ahí abajo.
Pasas noches hirvientes en una habitación compartida con una madre convaleciente. Enfermeras que van y vienen. Te duelen los dientes y hueles a medicamento, a llanto y a moco amargo. Aunque duermes casi siempre, cuando despiertas ahí lo tienes a tu hijo, envuelto y bien arreglado. Pasan los minutos y sigues bajo el agua caliente. Entonces Charlie se sienta en un taburete en una esquina del baño. Cuando corres la cortina él te mira de arriba abajo y lo que ve es lo que sientes. Mujer rota, abierta y hecha un estropajo. Su mirada se ensombrece y te confirma lo que habías temido: no eres ya una sirena, la mujer más bella, sino algo indefinible, un ser amputado, resquebrajado.
La mirada incómoda de Charlie está pegada a los azulejos cuando te cubres con la toalla y le pides que se vaya. Él asiente, sale en silencio del baño arrastrando los pies mientras tú te secas con cuidado, para no hacerte daño. Limpias las gotas de sangre que dibujan en el suelo un caracol malformado y tiras las toallas sanguinolientas al cesto de la ropa sucia. Después caminas pasito a pasito hacia el otro lado.
Del otro lado está el pasillo solitario de vuestro departamento recién amueblado. Ahora son casi las siete. Tienes que correr, salir volando para llegar a tiempo al trabajo. Desayunas a todo trapo y lo envuelves a tu bebé en el manto granate, antes de salir te aseguras de llevar todo lo necesario: sacaleches, babero, toallitas, cambio de ropa, pañales, galletitas. Con todo debajo del brazo bajas las escaleras de vuestro edificio y te sumerges en el aire fresco de la septiembre. Son apenas pasadas las siete y la mañana se arrastra con flojera, la gente deambula con aire penitente, vuelven cabizbajos al trabajo. Tú caminas decidida hacia el chino donde compráis las velas, los cubos y los trapos, a dos esquinas de tu casa, frente a un mejicano. Cuando llegas al establecimiento descubres que está cerrado, tal y como te había dicho Charlie. Un gran cartel descansa a un costado: “CERRADO POR DECEPCIÓN. HERMANOS YIANG” y otro más pequeño un poco más abajo donde se puede leer “CORREO AL LADO”. Te llama la atención un pequeño dragón alado que está impreso en ambos carteles, abajo a la izquierda. Te preguntas si la decepción será por la defunción del viejo con el cuchillo clavado… imaginas que algo tendrá que ver y te detienes frente a la puerta de al lado. Hay una entrada estrecha pintada de verde y un pasillo largo, con al fondo una portezuela entreabierta por donde asoma la rueda de una bicicleta. No sabes qué hacer. Cuando estás buscando un bolígrafo para escribir una nota intuyes que la bicicleta se mueve y ves aparecer a una silueta vestida de rosa. Una chica recorre el pasillo empujando el aparato y se acerca hasta la salida, donde tú estás plantada con la nariz tendida. Luego abre la puerta, saca la bicicleta, te mira distraídamente, pasa la pierna por encima del sillín y se acomoda la mochila. Tendrá doce años, como mucho trece. Ojos achinados y zapatos blancos. La miras expectante y cuando está por encaramarse a su caballo metálico le dices “Oye, perdona…”. Ella se detiene, te mira y apoya el zapato plano en el pedal. “Es que mi marido… bueno… a ver… le estoy buscando”. La china no mueve ni un músculo de la cara. Tú insistes: “El lunes… vino el lunes y no ha vuelto… ¿Qué ha pasado?”. Ella te observa inexpresiva. Entonces pones tu mano sobre el freno y repites la pregunta: “¿Qué ha pasado?”. Ella mueve la cabeza a un lado y entorna los ojos como un pájaro atrapado. Duda, balbucea algo. “¿Qué?”, inquieres, “Dime… vamos, ¿qué ha pasado?”. “Wo bu ming bai”, dice en un lenguaje secreto para tu entendimiento mediano. Es chino, mandarín o qué carajos… Te pones delante de la bici y le explicas que estás buscando a tu marido, que hace dos noches que lo estás esperando. Ella te vuelve a mirar con ojos indescifrables y dice “She wan”, mostrando claramente que quiere que te apartes. No te mueves. Entonces tuerce un poco el labio inferior y ves una sombra, y luego otra, oscilar sobre su rostro adolescente. “Ye she long da tian”, dice. Tú estás a cuadros, maldiciendo todas las veces que Charlie te propuso estudiar mandarín y te negaste. Alegando como alegabas que no tenías tiempo... Ahora tampoco tienes tiempo y sin embargo pasarías una eternidad en esta búsqueda infame por encontrar a Charlie, antes de que sea demasiado tarde. La adolescente mueve el manillar impaciente y justo cuando estás apartando tu mano y haciéndote a un lado te mira directo a los ojos y te dice “Mu” con una voz que te parecería quebrada si hablaras el mismo idioma.
Cuando la ves desaparecer en la esquina ya has memorizado sus palabras y estás buscando en tu cabeza un diccionario. Recuerdas el que usaba Charlie para charlar con los hermanos, el viejo y su hija. Está en el armario, en su escritorio, al lado del manual para cazar golondrinas sin herirlas. Te sientes casi satisfecha cuando retomas tu rumbo al trabajo y estás segura de que esa noche te sorprenderá estudiando. No pararás, te dices, hasta encontrar a tu marido. Aunque sea descuartizado.