Dos dientes han quedado clavados en tu encía. Son tus incisivos hincados en la noche para cerrar la boca a las palabras, que empujan como una corriente. Por no decirlas te has clavado un colmillo. Sacas de la carne una púa de sangre reseca, luego la sientes. Duele tanto que quema. Después de aquello no estás segura de seguir caminando. Luego piensas que has de salir de la cueva donde estás como gato encerrado. En ese instante, en la oscuridad de tu escondite aparece un muchacho de sienes varoniles, es él, el que cubre con mantas de algodón perlado las cunitas infantiles. Es tu macho. Le sigues entonces hasta una cabeza de esfinge por donde asciende una escalera. Entiendes que él conoce los secretos del camino y que con él llegarás a la cumbre. Entonces pedaleas, le das a tus aletas y en el agua te metes por las grietas hasta ingresar en la gran cabeza dorada. Allí encuentras la escalera espiralada y ves varias puertas, ventanas y pasillos que se bifurcan hasta sacarte las tuercas. Te preguntas cuál es y finalmente, eliges una. Una ventanita pequeña que tiene la voz de un niño escrita con arena. Cuando la abres te invade una brisa rosa de luna llena. Estás oliendo a pañales, ves su risa jocosa y sus locos ademanes, tu hijo como un sueño de las fuerzas siderales.
domingo, 26 de abril de 2009
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