viernes, 29 de agosto de 2008

Luna negra

Parece que vas explotar. No puedes respirar, ni pensar, ni sentir nada. Oyes un pitido lejano, retumba en tus oídos un ruido incesante, malsano y tenaz. Estás muerta, te acaban de matar. Las garrapatas han ocupado la luna y no hay sitio para nadie más. Sólo ellas, con sus tenazas clavadas en tu carne, chupando la sangre, habitan el lugar que tú habitaste. Desciendes al subsuelo de tu cuerpo y paseando por tus omoplatos famélicos hay una hilera de insectos de armas tomar: angustia, desasosiego, mal aire.
Entonces lo escuchas a Charlie resoplar. Quiere darte un beso y te respira detrás del cuello, dando claras señales de excitación sexual. Te giras en la cama, te revuelves y finges no estar, no atiendes a sus manos que tantean por debajo de las sábanas ni tampoco respondes a su llamada habitual, un juego desgastante ahora que eres mamá. Charlie quiere más. Seducirte, amarte, volverte a poseer como cuando vivíais en el mar y eras sirena, no esta loca falaz convertida en morena. Te deslizas alejando tu cuerpo resbaladizo por las oscuras aguas del mar. Aguas revueltas donde los desperdicios salen a flotar. Charlie vuelve a las andadas; ahora te está acariciando el pecho y quieres gritar, pero sólo consigues decir “No”, con un hilo de voz inaudible, ineficaz. Entonces repites “No, no quiero”. Te giras una vez más, das vueltas en la cama musitando “No, no, no, no quiero. He dicho que NO”.
Luego silencio. No oyes nada hasta que suena la alarma del móvil, que olvidaste desconectar. Te percatas de la escena: estás sola en el salón, te quedaste dormida con la luz encendida. Charlie no está, tu hijo llora en su habitación y en la escalera del edificio resuenan las voces de un encuentro banal: “Vamos, nena, déjame entrar. No te vas a arrepentir, Papito sabe lo que te tiene que dar…”. Tienes arcadas. Vas a vomitar. Corres por el pasillo hasta el baño y ahí agarrada al váter escupes el alma y las ganas de morir.
Son las tres de la mañana, te dormiste esperando inútilmente a que Charlie llegara o llamara… diera señales de vida. Estás tan nerviosa ahora que no puedes calmar a tu bebé, que se retuerce en tus brazos como un animalito herido, malviviente. Te sientes fatal por haberte dormido, por no haber ido a la comisaría apenas llegaste a casa y comprobaste que tu marido no había llegado, que lo del chino había sido fatal y tal vez, ahora piensas, te arrepentirás el resto de tu vida. “Pero, ¿dónde está?”, te preguntas desesperada, “¿por qué no llama?”, crees que te estás volviendo loca. Ahora lo estás. Loca de atar, desquiciada, atormentada por esta irrealidad que te persigue y esta soledad insoportable. Intentas recapacitar. Charlie no toma drogas, apenas fuma un porrito alguna vez. Tampoco juega ni tiene amigos raros, gente especial. Sois de lo más normal. Tu hermana se cansó de preguntarte que qué le veías a ese pobre chaval, si no era nada del otro mundo, ni tenía dinero, ni un trabajo destacado ni una familia de precio, ni siquiera un cuerpo de gimnasio, por mucho que le pese a él. Siempre pensando en sus golondrinas, las migraciones y el mundo animal. “Qué sé yo, qué tiene Charlie”, piensas. Se te escapa el final en voz alta, la palabra esencial. “Charlie, Charlie, Charlie… ¿dónde estás?” ahora gritas y estás llorando aunque intentas no sollozar para no asustar a tu bebé, que te mira abruptamente calmo, sorprendido. Nunca te vio antes en similar estado. Vuelves al salón donde las luces están prendidas y el televisor oscila rayado. Apagas todo dejando sólo una espía, verificas que el móvil esté conectado y te abrigas en los brazos de tu hijo acurrucado.
Te has recostado y las luces se van debilitando hasta que el salón queda sumido en una tenue penumbra. La respiración regular de tu hijo te mantiene en estado de alerta, vigilante en el submundo al que has llegado. Entonces cuentas ovejas, nubes y luego garrapatas, con el corazón en un puño y las pupilas dilatadas.

Lejos de ahí, en una moderna urbanización recién construida, hileras de departamentos abandonados. En uno de ellos, en la oscuridad inmaculada de la noche mediterránea, una parturienta trae a su hijo al mundo. Empuja sin empujar porque la vida llega como un huracán, no hay quien la pare ni quien la empuje, no se puede acelerar ni cronometrar. En una esquina la partera espera agazapada, en silencio, que la placenta acabe de llegar. Luego cruza la habitación gateando con una linterna entre los dientes y, ahí agachada, escudriña el mapa viviente del recién llegado. En la placenta brillan montes, ríos y torrentes bifurcados que serán interpretados por las lunáticas de antaño.

jueves, 28 de agosto de 2008

Lascivia

“Seguro que se ha ido de putas”, dice tu madre, “no te preocupes”. Estás tirada en el sofá de su salón con las piernas rollizas de tu hijo encajadas en tus caderas como las de un monito. Tu cría sorbe el pecho con ahínco, con una mano se prende a la teta que mama y con la otra juguetea con el pezón de la que está libre. Estás en un estado de profunda relajación, el cuerpo invadido por un hormigueo juguetón. El placer que te recorre no tiene nombre, nadie te contó de esta mamada inocente ni de la mirada de tu hijo tragón amarrado a tu pecho. Es tal su devoción…
“Además”, continúa tu madre mientras dobla la ropa planchada de tu padre, “es más viejo que Matusalén, así son los hombres. Piensan con el pito. Eso lo decía tu abuela, lo he comprobado yo y lo has de saber tú. Ahora estará celoso del bebé y necesita confirmar que es macho, déjale que la meta por ahí… ya volverá el pobre. No sabe hacerse ni un huevo frito…”. No respondes ni mueves un ápice tu cosquilleante panzón. Charlie cocina desde siempre todas las noches, su especialidad es el arroz. ¡Y cómo te pones!... te chupas los dedos en tu imaginación hasta que, de pronto, el corazón te da un vuelco.
No está de putas, piensas. No es maricón ni mujeriego. Es otra cosa… algo pasó en el chino, en la comisaría. Algo serio. Cuando tu hijo termina su mamada te pones de rodillas en la alfombra y marcas el número de la comisaría. Una señorita te responde y te sorprende tanto no escuchar la grabación a la que te has acostumbrado, que te confundes y preguntas por Charlie García. Siempre tuviste un calentón con ese hombre, te ponías lasciva con su acento latino y dulzón. Pero te rescatas rápidamente del calentón holywoodiense y le dices el apellido de tu hombre, que es del montón. “No tenemos registrado a nadie con ese nombre”, te responde la señorita. Y luego se disculpa y te conecta al hilo musical de espera. Cuelgas. Descuelgas. Llamas al móvil, luego a tu casa. Nadie. No está, no ha vuelto. Entonces recuerdas que los martes Charlie va a su encuentro semanal de coleccionistas de tebeos. Luego suelen tomar un aperitivo y vuelve a la hora de cenar con algo bueno para comer: chino, empanadas, cous cous… una vez trajo enchiladas mejicanas.
Está bien. Lo verás luego. Terminas de abrigar a tu bebé con vuestro canguro a juego, una cinta enorme color escarlata que os envuelve a los dos como una díada inseparable, parecéis una masa informe, amorosa unión de dos partes, una bestia adorable y bicéfala, con dos corazones y dos bocas pero sólo dos pies caminantes. Rumias una explicación para tu madre y sólo atinas a decir “Nos vemos el próximo martes”, a modo de respuesta, agradecimiento y saludo. La comunicación con ella es un nudo inextricable. Siempre fue así, desde pequeña sentiste que tu madre habitaba un mundo aparte hecho de muñecas, fregonas y novelas rosas. Apenas logró desprenderse de sus padres, se encaramó a las faldas de tu padre y lo convirtió en un dios casero, amo y señor de su tiempo, sus pensamientos y su trasero. No fue a la universidad, ni a bailar ni a ninguna parte si no era para colgarse de su brazo y sonreír, ensimismada y distante, a todo el que se acercara a hablarle. Tu madre era medio huérfana, aunque tuviera padres. Tus abuelos vivieron sumidos en una búsqueda recalcitrante de posesiones y posición, y los chicos comían lejos, en la cocina con los sirvientes media hora antes. Apenas tuvo besos y se formó en la disciplina de los rezos, las prohibiciones y las máximas morales. Lo que estaba bien y lo que estaba mal para tu madre eran categorías que se te antojaban delirantes, asfixiantes construcciones de la buena familia y el matrimonio santificante.
Ahora la miras y te parece insignificante, diminuta en sus vestimentas de adolescente añeja. Tiene las uñas pulcramente pintadas de color crema y un olor desesperante a melocotón y almendras. La besas en la mejilla, como antes, cuando eras niña. Después le rozas la mano y le murmuras “cuídate, madre”, mirándola con dulzura. Pero tus palabras se te antojan desvaídas cuando, algo melancólica, cierras la puerta y bajas a la calle.
La noche está cayendo con su manto de estrellas. Parece que llueve, pero no, sólo es una brisa húmeda que llega del mar. Caminas por una acera semivacía, transitada por algunos individuos nerviosos y ensimismados. Avanzan como encantados, absortos en sus soliloquios internos. Sobre tu vientre el bebé duerme y tú le calientas los pies entre las manos. Son pasadas las ocho. Seguro que Charlie te sorprende con algún manjar afgano, te dices entre tú y tú, la que desespera y la que no teme. Y aceleras el paso bajo hinchados nubarrones color amianto.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Golondrinas y estantes

Cuando te despierta tu propio grito rebotando entre las cuatro paredes del dormitorio, te incorporas encendiendo la lamparilla azul que trajo Charlie de su primer viaje a Lanzarote con el grupo de estudio. Miras el reloj y te asombras de la oscuridad de la noche y del silencio en el que está sumido el piso. Su almohada está intacta y son pasadas las cuatro. Estás temblando con tu ridículo camisón bañado en sudor y tienes los brazos rígidos como palotes. Restos del sueño rebotan en tu mente, imágenes de alcantarilla. En tu pesadilla, una ginecóloga te baja las bragas de un manotazo y te tumba en una camilla de viejo camarote. No puedes verle la cara, sólo intuir el perfil de unas gafas de pasta rojo chillón y el cuello blanco de su bata. Sientes sus dedos largos adentrarse en tu vagina, duros como espátulas, y recorrer tu carne rosada hasta el borde del cérvix. Luego una explosión de color naranja, un dolor indescriptible, sordo y largo, que te retuerce hasta que explotas en gritos.
Corres al baño. Tus bragas no están manchadas, no hay aguas claras ni oscuras. Ya pasó, ya ha pasado, ya pasaste por eso. O así lo crees, no estás segura si estás despierta o dormida ni sabes qué es esto, en qué se ha convertido tu vida. Te lavas la cara y te miras al espejo. Eres varias, ya no tienes una cara sino una cortina de caras, como la de la ducha. Patito feo, patito azul, patito amarillo. Y un patito perdido. De vuelta a la cama vigilas desde el pasillo la respiración de tu niño que duerme como un angelito. Luego apartas las sábanas de un tirón, te tiras como un saco de patatas y te abrazas a la almohada vacía de tu marido.
Más tarde corres, corres, corres y vuelas entre la ducha y la casa de la abuela. Lo dejas a tu niño dormido con un beso en la frente y prometes volver para quererle. Tu madre lo toma con la legaña pegada y un gruñido a modo de saludo. “Vuelvo a las cuatro”, le aseguras y luego musitas “por favor, si llora no le prendas la tele”. De camino al trabajo en el autobús marcas el número de Charlie, que está desconectado, apagado, fundido. Nadie contesta y cuando llegas caminando frente al despacho te topas con tu jefe fumando su primer pitillo. Él pone una cara larga y mira su relojillo de hojalata, “otra vez, chata, a ver si educas a tu hijo…” dice escupiendo al aire su tufillo. Llegas a tu escritorio donde hay cientos de hojas, papeles, archivos y demandas atrasadas. Ordenas, limpias, compones montones de letras inútiles e indescifrables. Haces pilas de contratos, declaraciones, acuerdos y convenios de vieja data. Cuando estás juntando paquetes por fechas y clientes, buscas las grapas. Entonces lo recuerdas a Charlie y su ocurrencia de llamarlas garrapatas, a las grapas. Sonríes por un instante y luego el corazón se te tuerce, mordido por un interrogante: ¿dónde anda?, ¿qué pasó?, ¿por qué no volvió en toda la noche? Entonces buscas el teléfono de la comisaría y marcas los números fatales. Una voz mecánica que divaga te mantiene en línea con un hilo musical aniquilante. No aguantas más de tres minutos. Cuelgas y vuelves a llamar a Charlie, que no contesta. Cuelgas. Descuelgas. Cuelgas y descuelgas de nuevo hasta que percibes que tu compañera te está mirando por encima de las gafas. Piensa que estás loca, y tú también lo piensas. Entonces atrapas tu mochila térmica, te la cuelgas del brazo como si no pasara nada y te diriges al baño. Eliges la tercera puerta, la que está más lejos de la salida, es la menos concurrida. Ahí te sientes más protegida y puedes dedicarte tranquila a ordeñarte con el sacaleches.

- Pssssfff... Psssssfff... Pssssssfff…

El ruidito de la leche circulando por el circuito de plástico te adormece, estás exhausta y te quedas dormida. Han pasado unos diez minutos cuando oyes la voz del jefe gritando tu nombre y dando porrazos en la puerta. Pones voz de estar despierta y le dices que ya sales. Cuando lo encuentras frente a tu despacho está mirando la guía abierta y el número de la comisaría. “¿Qué te pasa, querida? ¿No sabes que esta tarde vienen los controles y tenemos que estar a punto?, luego te mira la blusa mal abrochada, “Dios santo, abróchese eso que parece una cualquiera… y cómo no se ponga las pilas le voy a tener que…”, entonces el vip de su móvil le interrumpe en medio de la frase. Pone cara de fastidio, empalidece un poco y reblandece el tono, “Sí, mami. Ya te dije que con la camisa azul tengo bastante. Sólo son dos días…”. Luego cuelga, te mira con desprecio y señala con su dedo amarillo de nicotina los estantes. “Los quiero para las dos”, dice cortante. Tú asientes sin inmutarte.

Te sientas. Respiras. Piensas en Charlie. Le llamas con todas fuerzas desde tu corazón palpitante. Vuelve, mi amor. Vuelve y que sea todo como antes. Después coges las garrapatas, los guantes de goma, el trapo deslizante y te diriges a los estantes. Llegarán las dos, las cuatro, las seis y cuando llegues a casa encontrarás a Charlie sentado en su silla pensando en las golondrinas canarias. Estás segura, lo presientes, lo sabes.

lunes, 25 de agosto de 2008

Pudín de cumpleaños y otros horrores cotidianos

Estás rascando restos de leche con un estropajo de níquel última generación. Aún así, la leche se resiste, sigue prendida. Te quedan pocos minutos. Los invitados están al caer, son las siete menos cuarto y todavía estás sin duchar, con la bata puesta, el pelo enmarañado y la casa a medio barrer. Tu hijo berrea en su cuna, por encima de la televisión del vecino. Dejas llorar a tu bebé con el corazón en un puño y una intensa sensación de fracaso. ¡Te queda tanto por hacer! Pones el turbo y acabas de barrer, te duchas, te vistes de fiesta y distribuyes sobre la mesa picadas y refrescos. Finalmente, casi has terminado. Estás a punto de sacar el pudín del horno cuando toca el timbre tu primer invitado. Abres la puerta con tu bebé en los brazos y con alegría descubres al recién llegado: es tu prima hermana, la Vizca. Te entrega un paquete muy bien empaquetado, con cintas de colores y el precio pegado. “Es una tarta de Exquisitado”, dice mirándote de arriba abajo y deteniéndose un instante en tus zapatos. “Están desentonados”, dictamina, “el rojo no pega con el verde” y entra en tu casa a paso firme.
Tu prima recorre el pasillo hablando en voz alta “¿Y tu marido? ¿Dónde lo tienes? No me digas que está de nuevo en el gimnasio…”. No respondes ni tampoco asientes, tragas saliva. Charlie está en el chino, fue a comprar velitas para tu cumpleaños. Ayudas a tu prima a sacarse la chaqueta de piel artificial de Noé, su marca preferida. Ella te deja hacer, se sienta en el sofá y resopla aturdida, “No sabes el día que he tenido. Al jefe le ha dado un ataque de ansiedad y hemos tenido que sedarlo. La Nuri estaba histérica, dando saltos con los expedientes bajo el brazo y gritando todo el rato. Luego ha aparecido la mujer y quería hacerse cargo del despacho. Me he puesto firme y le he dicho que no. Ahora soy la segunda, fui la mano derecha del jefe durante años. ¡He pringado tanto!... si la palma soy la primera en asumir el liderazgo, ¿me das un vasito o algo?”. Entonces sí que asientes y le tiendes un vino blanco. “No gracias, me estoy desintoxicando", dice ella apartando el vaso con la mano, "¿No tienes Red Bull, Guaraná Tropical?… algo que me ponga las pilas, sabes, después de esto vuelvo al trabajo. Tengo que preparar un informe para los ingleses sobre Palo Alto, la fábrica del sur. Hemos recortado gastos y los empleados se han rebelado… ¡desgraciados!”. No sabes qué decir y de hecho no dices nada, sólo revuelves tus estantes en silencio mientras buscas un energizante con tu bebé colgado del brazo. Encuentras un complejo vitamínico caducado. Lo diluyes con agua gasificada de una marca francesa que compraste para fin de año. Tu prima lo huele, lo mira desconfiada y finalmente se lo traga.
Está sedienta.
Estás a punto de sentarte para abrir tu regalo cuando suena el timbre, llegan más invitados. En la puerta están Latif, Fátima y su cuñado, los vecinos de al lado. Latif te abraza emocionado y te entrega un regalo. “Es para el nene”, exclama excitado, “para que esté entrenado”. Pasan rápidamente al salón donde tu prima, que está olisqueando la estantería en busca de restos de polvo, levanta la ceja y pregunta con aire ofuscado: “¿Qué pasa? ¿Charlie no sabe pasar un trapo?”. Tampoco a esto le respondes, abres la caja de Latif y descubres un par de bambas de tamaño menos cero, para bebés que no andan, ni corren ni mucho menos compiten. “Son las de Ronaldo”, enfatiza él orgulloso. Mientras, Fátima ha esparcido sobre la mesa unos dulces africanos, hechos con miel y almendras. Tu prima los mira por encima del hombro y rechaza probar bocado. “Soy alérgica a los frutos secos”, explica. Ensayas un mantra apropiado pero no encuentras nada que rime con vizca. Tu Charlie tarda demasiado, te preguntas qué le habrá pasado. Sin embargo, ahí tienes a tu prima y a tus invitados. La conversación termina sin haber empezado, mientras los árabes comen sus migas y tu prima evalúa de nuevo tus zapatos.
Te sientes perdida.
Cuando crees que vas a sucumbir y a servirte un buen trago de alcohol blanco, suena el teléfono. Lo localizas después de un rato bajo el culo del cuñado. Es Charlie. No encuentra las velitas. El chino está cerrado. Te explica confusamente que encontraron al viejo muerto con un cuchillo en la frente y un papelito con ideogramas pegado al brazo. No sabes qué pensar y piensas que miente. Le dices a tu marido que vuelva urgentemente, al diablo con las velas, soplarás el aire caliente. Cuando cuelgas, tu prima revuelve afanosamente la nevera y te pregunta con tono triunfante:“¿Estás usando la faja? He visto el envoltorio en la basura…" Luego te la clava machaconamente: "No se nota. Se te ve fofa…”.
Entonces tampoco asientes. Tragas tu bilis amarga.
Suena el timbre y de nuevo corres a la puerta, donde esperan tu madre y tu otra prima, la Larga. La que no habla pero sabe mucho, de ciencias, de números, de bancos y de chuchos. Te han traído otra tarta, rellena de crema. Y un peluche con forma de chucho para el niño. Pasan al salón y están las tres, tu madre, la Vizca y la Larga comentando lo barato que han comprado en las rebajas, bragas, medias, calzones y rulos. También un abrigo largo como los de antaño, a 10 euros escasos. En medio del alboroto reparas en tus zapatos, es verdad que estás hecha un trapo. Tu bebé eructa entonces y vomita en medio de la mesa, entre los vasos. Se ponen todos como locos. Tu madre, la Vizca y la Larga vociferan “qué asco” levantando las bolsas y apartándose de un salto. Fátima traga despacio su pedazo de tarta, se seca los labios y luego afirma con calma “Verás cuando tenga un año. Te pasarás el día entre mierda…”. Luego sigue con su plato. Latif y el cuñado están en una esquina y poco a poco se van mudando, saludan entre dientes y te desean feliz cumpleaños. Cuando vuelves de la puerta el vomitado sigue en la mesa y tu retoño lloriquea en el parque. Ellas lo miran de lejos y comentan con desagrado. “Cómo llora el malcriado”, observa la Vizca. La Larga asiente y tu madre remata “se lo tengo dicho, demasiados brazos. La tiene esclavizada…” y se da media vuelta para pulirse el resto de tarta.
Estás sentada con la barbilla entre las manos, escuchando estas salvajadas, cuando tu niño regurgita. Lo limpias, lo meces, entre otras estupideces. Y cuando crees que estás a punto de estallar suena el vip del móvil. Es un mensaje de tu marido: “Retenido en comisaría por el asesinato del chino. Te llamo luego. Te amo”. Así descubres que hay más mensajes, de tus amigas del alma y de tu mejor amigo. Uno: “Late meeting in the office. Happy Birthday, darling. Call you soon. Larry”, otro: “Carlos me necesita para su tesis. Lo siento, cariño. Te llamo cuando vuelva de Bombay. Laura”, y otro: “Me salió una cita con el rubio. Te cuento el lunes… que lo disfrutes. Alba".
Sientes un mar de lágrimas agolparse en tu garganta.
Con los ojos nublados te levantas y empiezas a recoger la mesa, el vomitado y las bambas nuevas. Tu madre, tus primas y tu vecina se acaban de pulir las tartas y luego muy corteses se levantan, se abrigan recogiendo bolsas y mandangas. “Me tengo que ir, querida” se excusa tu madre muy sentida “son casi las nueve y ya sabes cómo es tu padre… me quiere para la cena ¡y le llevo unas exquisiteces!” te dice señalando una bolsa de Exquisitado. Tú asientes, sonríes y acompañas a tu familia y a tu vecina a la salida. Al cerrar la puerta te derrumbas. Apoyas la cabeza en la madera con lágrimas enormes y calientes quemando tus mejillas. Grandes lagrimones hirvientes que caen como un torrente mojando tus zapatos verdes. Entonces hueles el queso derretido y lo recuerdas. Es el pudín de yogur que explotó en el horno mientras tu hijo se quedaba dormido.
Ahora lo entiendes, el chino murió de atrevido y tú morirás de estupideces.

viernes, 22 de agosto de 2008

La maleta cuerda

Hoy estás de suerte: tu ginecólogo está inspirado y quiere verte para sacar a tu niño. Es viernes, a las cinco de la tarde te han programado y no paras de mirarte al espejo, mientras haces tu maleta. Coges dos cajas de comprimidos, una para el dolor de cabeza y otra para el ardor de teta. Los vestidos, calzones y pañales de tu recién nacido. Tu libro de recetas para ser buena madre, esposa perfecta y empleada del siglo. Metes también unas chocolatinas dietéticas y algunas barritas de glucosa. Luego, te vas a dar una vuelta por el barrio con tu barriga enorme y por el camino saludas al vecino. “Que tengas una hora corta”, te dice, y no entiendes de qué habla ni qué se ha creído. Sabes que serán unos pocos minutos, estará todo preparado, como previsto, cuando entres en la sala de espera. El instrumental estará limpio, los médicos decididos, el bisturí afilado, los sueros prendidos y los monitores instalados. De hecho, la maquinaria ya está lista cuando subes al taxi con tu marido. Él mira esperanzado por la ventanilla y va comentando con el taxista un partido. Han ganado o han perdido, no lo sabes. Lo único que escuchas es tu latido y sus excentricidades. A cada instante que pasa estás más convencida, este niño será un genio, un atleta o un príncipe moderno. Lo que no será es bebé de teta. Le tienes preparado un biberón supersónico, una cuna con cristales y un reloj para cronometrar la siesta. Cuando tomáis el empalme a la autopista vas pensando en tu cesta, sí, llevas los maquillajes, las fundas con tus iniciales, la faja elástica y pomadas contra las grietas. Tienes todo, escrupulosamente doblado y metido en tu equipaje. Al llegar a la clínica desciendes del taxi con tu preciosa maleta, cargada y repleta de certidumbres y verdades. Estamos en el siglo de la ciencia, la tecnología y sus beldades. Te entregas a manos brillantes y experimentadas, lo sabes. Respiras, suspiras y lo miras a tu marido. Él sigue el partido con sus auriculares. Pasito a pasito te acercas al mostrador y dices lo mejor que puedes: “Maria Eugenia de la Molla, estoy programada para las cinco”.
A las cinco y cinco te abren. Estás atada de pies y brazos, los puños cerrados con ahínco. Varios médicos inspeccionan tu regazo, el ginecólogo con antifaz y gorrita, una matrona seca y otras unidades con mascarilla. El que no está es tu marido, fue a comprar un bocadillo y lo dejaron en la puerta. Pobrecillo… tendrás que contarle la historia. Cómo, una vez atada, te limpian el vientre desnudo, te rasuran y te avisan “si duele dices basta”. Tú asientes con un nudo en la garganta y ruegas que te den droga por un tubo, toda la que haga falta. Luego recuerdas las enaguas de tu abuela que están en la maleta. Las trajiste pensando en ella. Ahora no estás segura de qué pasó con la maleta, si la tiene tu marido, si la dejaste en la puerta o en el taxi, ¿se la diste a la enfermera que te entregó tu número? No recuerdas. Apenas recuerdas algo, ¿por qué estás en este estado?, ¿qué pasó?, ¿qué habíais acordado? Acordaste que tendrías un niño y luego seguirías bailando, trabajando, disfrutando. Te aseguraron que saldrías hecha una pintura, con la cesárea te arreglan la cintura, los dolores de vientre y la vagina queda bien prieta, como les gusta a los chicos duros. Es un gran regalo, lo último que la ciencia ha inventado. Sabes todo esto y cuando la enfermera se acerca y te pregunta por qué tiemblas, te sorprendes. Tú no tiemblas nunca, ni mientes, ni padeces. Eres perfecta, sonriente y eficaz, una hija predilecta y una esposa capaz. Entonces escuchas un chirrido raro, de máquina grasienta. Es el gato que utilizan para abrir bien tu panza y una vez abierta, escuchas una voz que dice entre dientes “no quiere salir el desgraciado”. Tiran tanto que te duele lo que parece que duerme. Estiran, remueven, revuelven y finalmente lo atrapan, lo han sacado. Ahí tienes a tu bebe. Te mira confuso y asustado desde sus ojos verdes. Tú le sonríes tímidamente y mueves la mano, que no se mueve. Claro, estás atada hasta los codos, lo habías olvidado. Luego te cosen como a un boniato y te dejan desnuda languideciendo un rato. Como tiemblas, así lloras, descontroladamente, y no sabes por qué tiemblas ni por qué lloras, con la enfermera a tu lado. Ella muy gentil te tiende un pañuelito y lo mete en tu puño apretado. Luego te dice “tranquila, dame la mano” y cuando le das la mano aprovecha para meterte el brazo en una camisa de fuerza. Ahora sí que estás segura, y más con el esparadrapo. Calladita, limpia y vacía te mandan para arriba, a una habitación para ti sola. Ahí están la televisión prendida y tu maleta a un costado, cuando se va la enfermera te quedas muda, boba, descompuesta. Nadie ha llegado. Están todos mirando al bebe por detrás de los cristales. Los mocos te caen a raudales, aunque no sabes por qué, tú nunca lloras. En la maleta siguen las cosas de antes, incluidos un par de guantes. Ni una sola te sirve ahora; nada tienes en tu equipaje que pueda aplacar la amargura que te sale a borbotones por la boca.

miércoles, 20 de agosto de 2008

La teta y la luna


Con placer he leído estos días que una joven científica española recibió un premio. Y me he alegrado al saber que la premiada -de cuyo nombre no me acuerdo ¿será el temido efecto de la lactancia "memoria por los suelos"?- era madre de tres hijos. Tras recoger el galardón corrió a sentarse en primera fila donde la esperaban su madre y el más pequeño, un enanín de dos meses. Contra toda predicción la madre letrada no le encajó un biberón, sino que se lo colgó al pecho para darle una ilustre tetada. Me vienen a la memoria, resucitadas, escenas de mi vida en la luna. Mi bebé prendido al círculo divino, redondez animada. Mi pecho rotundo sorbido, chupeteado y relamido por las calles, plazas, playas y hamacas de este mundo. Reacciones aplacadas, señores mudos, mujeres disgustadas. De todos los colores hay gustos y disgustos inmundos. Aquí yo pongo mis flores de instante fecundo y ruego a las letradas, profesionales y hermanas que pongan lo suyo. Historias de mamas y de mamis destetadas, situaciones, escenas y burradas.

martes, 19 de agosto de 2008

El caso perdido de Ricky Trancalarga

Al despertar abres los ojos, te frotas la cara intentando recordar quién eres y dónde estás, y entonces lo recuerdas: no importa quién seas ni si eres fea, baja o larga, lo que importa es que hoy llega Trancalarga.
A tu lado los restos de tu marido emiten un grave ronquido. Ayer noche te lo merendaste entero, enterito, incluidos los diez deditos. El muy ingenuo se roció con un elixir sexual para contrarrestar el efecto patata muerta que os tuvo a seco varias semanas. El resultado fue demoledor: lo diste vuelta de nalgas y lo dejaste rendido. Ahora son las 11, no escuchasteis la alarma. Te levantas, te cubres con la bata y acudes al encuentro con tu retoño. Ahí está, en la cuna, sonriendo entre babas. Pones en marcha el mecanismo a todo trapo: ropa de abrigo, pañales, bolsita y bolsazo. Lo levantas a tu marido a manotazos y lo metes en el coche de nuevo rumbo al cortijo, a conocer a Trancalarga.
El sujeto en cuestión le hace la corte a tu hermana. De visita una semana, dicen que tiene cuenta en Lausana y es buen bebedor, además de un gran tenedor. Sea como sea, ansías conocerlo y cuando aparcáis el coche ya están todos en derredor, sentados a la mesa larga. Tu padre sin camisa, tu madre peinada y tu hermana con sus gafas. Trancalarga preside la mesa. Levanta el tenedor y le da a la paella, comentando faenas y encantando a la nena. Tú estás a su lado y tu marido del otro lado, junto a tu hermana. La paella va y viene, entre todos os la cepilláis entera. Tu hijo prueba sus mofletes con un nuevo redoblete. Trancalarga lo toca, lo toma, lo mece y dice cientos de veces que es muy niñero, mirando a tu hermana y mojando el babero. Tu hermana lo ignora con elegancia y con pena le dice que le pasa la ensalada, aunque queda poca. Trancalarga mira a tu hermana dos veces y atrapando la ensalada, suelta entre dientes “me comía hasta tus migas”. Entonces tu padre le da una palmada en la espalda y Trancalarga escupe sobre tu falda algunas espinas. Tu hermana aborrecida tuerce una boca amarga, tu marido disimula cual salamandra y tu madre apura un vaso y se queda tan ancha. Tú respiras tranquila, te alegras de estar relajada y mientras tanto, Trancalarga cuenta boludeces. Que estuvo en Altamira y no le gustan las nueces, ni las piraguas, pero sí las barcas de agua y las redondeces. Curiosa indagas en qué anda, cómo está de mujeres. Él responde que tuvo varias pero nunca más de dos meses, ni tanto menos dos veces. Te preguntas qué le pasa y qué se le cuece que a las hembras escuece. Trancalarga es huérfano de teta y por esto adolece, su mamá con varicela lo dejo a dos velas y apenas recién nacido lo destinó al destete. Dice que se hizo fuerte y para superar la herida puso su blanca leche en Sevilla, en un banco de semen, para inseminar a quién lo desee estando él en mejor vida. Te quedas prendida de este sideral enigma, qué será de Trancalarga el que inseminó en el futuro a la mujer de sus sueños… y entre sueños te pierdes mientras meditas sobre tu niño dormido. Tiene en las orejas dos pequeños orificios, sobre la piel que tapa el oído, recuerdos de una vida de duende en la que anduvo metido. El pediatra las declaró reminiscencias… ¿y esencias de qué?, tú te preguntas. Mientras tanto, el postre está servido y Trancalarga se ha puesto verde.

sábado, 16 de agosto de 2008

El dolor no tiene jerarquía

Han pasado los meses y aún no consigo apoderarme de la deformidad de mi parto, de la multiplicidad de detalles, del sentido o el sinsentido del dolor. Conservo fragmentos, aspectos, mitades. Algunas historias refrescan algo que sentí, pero no recuerdo. En mi interior reverberan imágenes a partir de algún detalle o coincidencia con otras vivencias.

Últimamente me han sorprendido mensajes en los que parecían disputarse las jerarquías del dolor y desde hace unos días me rebota en la cabeza la cuestión del arriba y abajo. Que si la partera humaniza porque recoge al bebé entre tus piernas, que si el médico cruel y dominador te pone abajo y él ejerce desde arriba, dando lugar a la jerárquica opresión. Recuerdo durante mi parto en el momento de mayor dolor, cuando nos habían transladado a una sala de alto riesgo, al lado del quirófano. La silla en la que se supuso pariría era en realidad una camilla dura, negra y resbaladiza. Tan alta que no podía subir ni bajarme sola y tenía miedo de caerme y acabar con escayola. Jamás me he sentado sobre un artilugio más incómodo. Tenía a los costados dos ganchos para colgar las patitas. Pues en el momento en que la ginecóloga y la comadrona (que no recuerdo quiénes eran porque desfilaba ya el tercer equipo, incontables rostros y manos me habían dicho hola…) hubieron de mirar con ojo atento en mi vagina a ver si llegaba mi hijo y a qué hora llegaría, lo hicieron con su cabeza a la altura de mi culo, que estaba suspendido en lo alto de esa tumbona de plástico negro. O sea, más bien yo estaba arriba. Era como en el dentista que estás sentada en el sillón con las manos sudorosas retorciendo el babero de papel y la boca temblorosa abierta hasta doler, y cuando él aprieta un botón el sillón se eleva haciendo un ruidito hasta que estás a la altura idónea para ejercer.

Arriba o abajo. Puedo estar arriba, atada, mostrando la barriga abierta o boca abajo como un camión al que le están haciendo una revisión. Y puedo estar abajo, doblando el pescuezo cabizbaja. Desconfío de la posición. Solamente estando a tu lado, a un costado, acompañando y siendo acompañada, el dolor no tiene jerarquía porque mi dolor es tu dolor. Desconfío también de las categorías, no hay dolores grandes o pequeños, buenos o malos, justos o injustos, desconfío del color porque no hay negros ni blancos. Todo es al revés, en este mundo extraño. Sufrimos muchos en manos de pocos, nos duele el nacer, con la muerte gozamos, los matarifes se visten de blanco y están asalariados.

El efecto patata muerta

“Oh, no, otra vez patata muerta”, sus palabras te llegan con un hondo sonido de desesperación. Por tercera vez consecutiva has llevado a cabo la escena del salón, que consiste en dormirte a pata tendida con el libro entre las manos, la cortina por tejer y cáscaras de huevo alrededor. Pareces muerta, definitivamente postrada contra el sillón, y cuando él te despierta apenas atinas a coger tu camino hacia la puerta manoteando las paredes hasta caer rendida en el colchón. Son las 12 menos cuarto, luna llena de agosto y tu marido está juguetón. Quiere un revolcón. Tú atajas el ataque balbuceando una frase contundente de resoplón: “te lo dije, estoy cansada”. Luego te entregas a Morfeo sin más dilación.
A la mañana siguiente os vais de excursión, toca visita a la huerta de tus padres y luego chapuzón de playa. Cargáis la furgo como una expedición de exploradores costeros: kayak, kit plástico de animales marinos, parque y pileta, gafas y tubo de buceo, colchoneta, toallas, pareos, toallitas de limón y cambios repentinos de ropa de playa, de abrigo, de presentación. Tú llevas tus chancletas y el pelo recogido, tu marido un colchón y sus crucigramas. Cuando llegáis al cortijo tu hermana está tirada en la hamaca, vestida con una túnica eslava y sus flamantes gafas de sol, Gucio Albani de Alabama. No son del montón, tienen patitas vidriomecánicas y un estuche con escamas. Luego estáis a los abrazos y le tiendes el retoño a tu hermana, que lo besa desde abajo como una enana. Bebé abre los ojos, ríe excitado, patalea emocionado y expande esta marranada: boca abierta y cascada de leche agria sobre el ojo de tu hermana.
Se arma un ajetreo y una confusión. Tu madre se ríe a plena carcajada y tu padre espeta un “así estás entrenada”, que a tu hermana le sienta fatal, por no decir peor. Te tiende las gafas con el ojo chorreando un líquido blanco que le da comezón. Limpias las gafas de tu hermana y sonríes con devoción. Qué mañana… apenas se establece la calma le hincáis el diente a un boquerón y engullís una damajuana. Habéis llenado el barrigón y estás sentada con tu madre y tu hermana, en medio del salón, explicando cómo te entretiene la vida desde que eres la empleada del millón. Que no es un título ganado al empresario, se refiere al millón de veces que haces algo. Qué repetitivo frenesí ocupa tu vida de mama, de aquí para allí, recogiendo pijamas, chiches y polainas, y limpiando obsesionada... Pues entonces tu retoño, que está en las faldas de su papi y no dice nada, emite un leve ronquido y tuerce la carita azulgrana. Luego deja caer una lagrimita de esfuerzo y sonríe aliviado. Papi tarda unos segundos en descubrir que su hijo ha hecho pipí y que su nuevo quimono chorrea caca naranja y verde… se ha puesto como un mono de mierda hasta los codos. Se levanta como un poseso y, arrastrando una pierna rígida, grita frenéticamente “¡¡¡¡¿quéeeee hago?!!!! ¡¡¡¿quéeeee hago?!!!” y tu hermana le corre detrás diciendo "¡¡¡¡estira la pata que no pasa nadaaaa!!!!, ¡¡¡estira la pata que no te afecta en nadaaaa!!!” mientras tu madre vuela a por una toalla, soltando carcajadas.
Qué escena perniciosa, terrible, qué salvajada.
Tu hijo es un bebé gigante, tiene brazos enormes, piernas como jamones y una sonrisa endiablada. Ahora juega tranquilo en el parque mientras tú respiras pesadamente, derrumbada sobre una almohada, con la boca entreabierta y las moscas rondándote el dedo gordo del pie, el de la uña mal cortada. Lo intentaste varias veces pero sucumbiste en la batalla. Más allá de las doce se agota tu pila cargada y cual cenicienta encantada te vuelves “patata muerta”.