viernes, 22 de agosto de 2008

La maleta cuerda

Hoy estás de suerte: tu ginecólogo está inspirado y quiere verte para sacar a tu niño. Es viernes, a las cinco de la tarde te han programado y no paras de mirarte al espejo, mientras haces tu maleta. Coges dos cajas de comprimidos, una para el dolor de cabeza y otra para el ardor de teta. Los vestidos, calzones y pañales de tu recién nacido. Tu libro de recetas para ser buena madre, esposa perfecta y empleada del siglo. Metes también unas chocolatinas dietéticas y algunas barritas de glucosa. Luego, te vas a dar una vuelta por el barrio con tu barriga enorme y por el camino saludas al vecino. “Que tengas una hora corta”, te dice, y no entiendes de qué habla ni qué se ha creído. Sabes que serán unos pocos minutos, estará todo preparado, como previsto, cuando entres en la sala de espera. El instrumental estará limpio, los médicos decididos, el bisturí afilado, los sueros prendidos y los monitores instalados. De hecho, la maquinaria ya está lista cuando subes al taxi con tu marido. Él mira esperanzado por la ventanilla y va comentando con el taxista un partido. Han ganado o han perdido, no lo sabes. Lo único que escuchas es tu latido y sus excentricidades. A cada instante que pasa estás más convencida, este niño será un genio, un atleta o un príncipe moderno. Lo que no será es bebé de teta. Le tienes preparado un biberón supersónico, una cuna con cristales y un reloj para cronometrar la siesta. Cuando tomáis el empalme a la autopista vas pensando en tu cesta, sí, llevas los maquillajes, las fundas con tus iniciales, la faja elástica y pomadas contra las grietas. Tienes todo, escrupulosamente doblado y metido en tu equipaje. Al llegar a la clínica desciendes del taxi con tu preciosa maleta, cargada y repleta de certidumbres y verdades. Estamos en el siglo de la ciencia, la tecnología y sus beldades. Te entregas a manos brillantes y experimentadas, lo sabes. Respiras, suspiras y lo miras a tu marido. Él sigue el partido con sus auriculares. Pasito a pasito te acercas al mostrador y dices lo mejor que puedes: “Maria Eugenia de la Molla, estoy programada para las cinco”.
A las cinco y cinco te abren. Estás atada de pies y brazos, los puños cerrados con ahínco. Varios médicos inspeccionan tu regazo, el ginecólogo con antifaz y gorrita, una matrona seca y otras unidades con mascarilla. El que no está es tu marido, fue a comprar un bocadillo y lo dejaron en la puerta. Pobrecillo… tendrás que contarle la historia. Cómo, una vez atada, te limpian el vientre desnudo, te rasuran y te avisan “si duele dices basta”. Tú asientes con un nudo en la garganta y ruegas que te den droga por un tubo, toda la que haga falta. Luego recuerdas las enaguas de tu abuela que están en la maleta. Las trajiste pensando en ella. Ahora no estás segura de qué pasó con la maleta, si la tiene tu marido, si la dejaste en la puerta o en el taxi, ¿se la diste a la enfermera que te entregó tu número? No recuerdas. Apenas recuerdas algo, ¿por qué estás en este estado?, ¿qué pasó?, ¿qué habíais acordado? Acordaste que tendrías un niño y luego seguirías bailando, trabajando, disfrutando. Te aseguraron que saldrías hecha una pintura, con la cesárea te arreglan la cintura, los dolores de vientre y la vagina queda bien prieta, como les gusta a los chicos duros. Es un gran regalo, lo último que la ciencia ha inventado. Sabes todo esto y cuando la enfermera se acerca y te pregunta por qué tiemblas, te sorprendes. Tú no tiemblas nunca, ni mientes, ni padeces. Eres perfecta, sonriente y eficaz, una hija predilecta y una esposa capaz. Entonces escuchas un chirrido raro, de máquina grasienta. Es el gato que utilizan para abrir bien tu panza y una vez abierta, escuchas una voz que dice entre dientes “no quiere salir el desgraciado”. Tiran tanto que te duele lo que parece que duerme. Estiran, remueven, revuelven y finalmente lo atrapan, lo han sacado. Ahí tienes a tu bebe. Te mira confuso y asustado desde sus ojos verdes. Tú le sonríes tímidamente y mueves la mano, que no se mueve. Claro, estás atada hasta los codos, lo habías olvidado. Luego te cosen como a un boniato y te dejan desnuda languideciendo un rato. Como tiemblas, así lloras, descontroladamente, y no sabes por qué tiemblas ni por qué lloras, con la enfermera a tu lado. Ella muy gentil te tiende un pañuelito y lo mete en tu puño apretado. Luego te dice “tranquila, dame la mano” y cuando le das la mano aprovecha para meterte el brazo en una camisa de fuerza. Ahora sí que estás segura, y más con el esparadrapo. Calladita, limpia y vacía te mandan para arriba, a una habitación para ti sola. Ahí están la televisión prendida y tu maleta a un costado, cuando se va la enfermera te quedas muda, boba, descompuesta. Nadie ha llegado. Están todos mirando al bebe por detrás de los cristales. Los mocos te caen a raudales, aunque no sabes por qué, tú nunca lloras. En la maleta siguen las cosas de antes, incluidos un par de guantes. Ni una sola te sirve ahora; nada tienes en tu equipaje que pueda aplacar la amargura que te sale a borbotones por la boca.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Una madre me dijo una vez que lo peor de su cesárea fue "el oler mi propia carne quemada en el quirófano" (suelen quemar con una cauterizador para evitar la hemorragia). Al leer tu relato he pensado en ella, y en todas nosotras. Gracias Faust por tu irónica lucidez.

Dulce Liliana dijo...

una manera muy poetica de mostrar nuestro verdadero vivir durante una cesarea, en donde el mundo exterior vive una realidad tan ligera, mientras en el nuestro, esta el mundo profundo, de sentimientos reales, de soledades y separaciones. donde te dicen despues de la cesarea "duerme, descansa que despues no podras, deja que tu bebe se quede en los cuneros, mañana te lo daremos" y te quedas toda la noche a oscuras, sola con un silencio que duele, pensando en tu bebe, que estara pasando, estara bien? tendra frio, hambre, miedo? tanto tiempo de estar juntos y ahora tan separados.
como se cura eso?
CON MUCHO AMOR, aprendiendo nuestras opciones y luchando por que no se vuelvan a repetir!
gracias Faust por este revivir de lo vivido, que nos hace recordar por qué debemos recordar.

Atajou dijo...

He leido tu relato y los comentarios y de todo tengo.
Por un lado el consuelo de saber que no estoy loca, o ¡que lo estoy tanto!, como todas las otras.
Por el otro la amargura y la pena de alguien a quien le han robado, le han robado tanto que ya ni querer quiere recordar lo robado.

En mi cesárea me sorprendió el olor a quemado, más cuando descubrí que era yo la que lo desprendía. Fue una conmoción, pero inmediatamente la envié al fondo de mi cerebro para no volver a pensarlo, tanto me inquietaba.

Creo que una de las cosas que recuerdo con más nitidez del momento de entrar en quirófano fueron los temblores. Hacía ejercicios de relajación y respiración para intentar controlarlos. El anestesista -que parecía el único que aún se interesaba por mi condición humana- me preguntó: "¿Tienes frío?" Pero no, no tenía frío y tampoco me sentía especialmente nerviosa dadas las circunstancias. Tal vez era mi rabia la que temblaba por el hecho de verme convertida en objeto desde que crucé el umbral del hospital.

Por la noche, cuando estaba en la habitación acompañada solamente de mi marido, me despertaba cada poco, le preguntaba: "¿Qué pasa?". Y el invariablemente me contestaba: "Nada, duérmete". Y prometo que lo intentaba, pero al poco otra vez me despertaba. "¿Qué pasa?" "Nada".
Así hasta el amanecer cuando supe qué era todo ese "nada"....

Anónimo dijo...

Recuerdo que pasé tantos nervios de camino a la Clínica. Pero mi marido es tan nervioso que se descompuso y yo guarde la compostura como si fuera una mujer fuera de serie. Recuerdo que para ponerme la epidural me decían encúrbate más hacia delante y yo contesté: "No ves que no puedo. Tengo una sandía de 10 kilos pegada a mi vientre". Durante la cesàrea, en la que me taparon la cara con un trapo verde, me abandoné. Que hagan lo que quieran, pensé. Tuve la suerte que mi ginecóloga le dió un trajecito verde a mi marido y pudo estar cerca de mi (no a mi lado). Una vez me extrajeron a la criatura, la pesaron, la vistieron... Y por suerte oí su llanto desconsolado, fué Sergio quien le cogió en brazos y vino a visitarme, bajo mi refugio verde, para enseñarme al precioso niño que había parido.

Anónimo dijo...

Yo tuve una cesárea con mi primera hija y ahora al parecer me apronto a la segunda. Para mí lo más malo fue sentirme sola (aunque mi marido llegó al ratito) y desnuda estimarda y amarrada a una camilla, eschando a otroa hablar de cotidianedidades en el día más importante de mi vida.
Pero en cuanto nació me la mostraron y mi esposo se fue con ella, luego se le llevaron para vestirla y cuando iba saliendo de pabellón el camillero me llevó a buscar a mi hija, fue muy rápido y al fin pude abrazarla y sentir el contacto más íntimo que fue la primera lactancia.
Lo del olor a carne me lo dijo mi esposo, pero yo no me di cuenta. Espero que esta nueva nena se digne a salir, pero parece que no quiere hacerlo sola.

Faustina Hanglin dijo...

Qué pena que la dignidad de nuestros nacimientos huela a chamusquina, que tenga el rumor de fondo de los chimentos, las ataduras, el silencio y la soledad de las celdas. Qué pena niñas! gracias por participar y suerte, luz y belleza para el viaje!
f.