jueves, 28 de agosto de 2008

Lascivia

“Seguro que se ha ido de putas”, dice tu madre, “no te preocupes”. Estás tirada en el sofá de su salón con las piernas rollizas de tu hijo encajadas en tus caderas como las de un monito. Tu cría sorbe el pecho con ahínco, con una mano se prende a la teta que mama y con la otra juguetea con el pezón de la que está libre. Estás en un estado de profunda relajación, el cuerpo invadido por un hormigueo juguetón. El placer que te recorre no tiene nombre, nadie te contó de esta mamada inocente ni de la mirada de tu hijo tragón amarrado a tu pecho. Es tal su devoción…
“Además”, continúa tu madre mientras dobla la ropa planchada de tu padre, “es más viejo que Matusalén, así son los hombres. Piensan con el pito. Eso lo decía tu abuela, lo he comprobado yo y lo has de saber tú. Ahora estará celoso del bebé y necesita confirmar que es macho, déjale que la meta por ahí… ya volverá el pobre. No sabe hacerse ni un huevo frito…”. No respondes ni mueves un ápice tu cosquilleante panzón. Charlie cocina desde siempre todas las noches, su especialidad es el arroz. ¡Y cómo te pones!... te chupas los dedos en tu imaginación hasta que, de pronto, el corazón te da un vuelco.
No está de putas, piensas. No es maricón ni mujeriego. Es otra cosa… algo pasó en el chino, en la comisaría. Algo serio. Cuando tu hijo termina su mamada te pones de rodillas en la alfombra y marcas el número de la comisaría. Una señorita te responde y te sorprende tanto no escuchar la grabación a la que te has acostumbrado, que te confundes y preguntas por Charlie García. Siempre tuviste un calentón con ese hombre, te ponías lasciva con su acento latino y dulzón. Pero te rescatas rápidamente del calentón holywoodiense y le dices el apellido de tu hombre, que es del montón. “No tenemos registrado a nadie con ese nombre”, te responde la señorita. Y luego se disculpa y te conecta al hilo musical de espera. Cuelgas. Descuelgas. Llamas al móvil, luego a tu casa. Nadie. No está, no ha vuelto. Entonces recuerdas que los martes Charlie va a su encuentro semanal de coleccionistas de tebeos. Luego suelen tomar un aperitivo y vuelve a la hora de cenar con algo bueno para comer: chino, empanadas, cous cous… una vez trajo enchiladas mejicanas.
Está bien. Lo verás luego. Terminas de abrigar a tu bebé con vuestro canguro a juego, una cinta enorme color escarlata que os envuelve a los dos como una díada inseparable, parecéis una masa informe, amorosa unión de dos partes, una bestia adorable y bicéfala, con dos corazones y dos bocas pero sólo dos pies caminantes. Rumias una explicación para tu madre y sólo atinas a decir “Nos vemos el próximo martes”, a modo de respuesta, agradecimiento y saludo. La comunicación con ella es un nudo inextricable. Siempre fue así, desde pequeña sentiste que tu madre habitaba un mundo aparte hecho de muñecas, fregonas y novelas rosas. Apenas logró desprenderse de sus padres, se encaramó a las faldas de tu padre y lo convirtió en un dios casero, amo y señor de su tiempo, sus pensamientos y su trasero. No fue a la universidad, ni a bailar ni a ninguna parte si no era para colgarse de su brazo y sonreír, ensimismada y distante, a todo el que se acercara a hablarle. Tu madre era medio huérfana, aunque tuviera padres. Tus abuelos vivieron sumidos en una búsqueda recalcitrante de posesiones y posición, y los chicos comían lejos, en la cocina con los sirvientes media hora antes. Apenas tuvo besos y se formó en la disciplina de los rezos, las prohibiciones y las máximas morales. Lo que estaba bien y lo que estaba mal para tu madre eran categorías que se te antojaban delirantes, asfixiantes construcciones de la buena familia y el matrimonio santificante.
Ahora la miras y te parece insignificante, diminuta en sus vestimentas de adolescente añeja. Tiene las uñas pulcramente pintadas de color crema y un olor desesperante a melocotón y almendras. La besas en la mejilla, como antes, cuando eras niña. Después le rozas la mano y le murmuras “cuídate, madre”, mirándola con dulzura. Pero tus palabras se te antojan desvaídas cuando, algo melancólica, cierras la puerta y bajas a la calle.
La noche está cayendo con su manto de estrellas. Parece que llueve, pero no, sólo es una brisa húmeda que llega del mar. Caminas por una acera semivacía, transitada por algunos individuos nerviosos y ensimismados. Avanzan como encantados, absortos en sus soliloquios internos. Sobre tu vientre el bebé duerme y tú le calientas los pies entre las manos. Son pasadas las ocho. Seguro que Charlie te sorprende con algún manjar afgano, te dices entre tú y tú, la que desespera y la que no teme. Y aceleras el paso bajo hinchados nubarrones color amianto.

1 comentario:

Atajou dijo...

¿Dónde estará este marido?
Yo creo que ha ido de viaje al planeta de las mujeres rajadas y cosidas..