sábado, 16 de agosto de 2008

El efecto patata muerta

“Oh, no, otra vez patata muerta”, sus palabras te llegan con un hondo sonido de desesperación. Por tercera vez consecutiva has llevado a cabo la escena del salón, que consiste en dormirte a pata tendida con el libro entre las manos, la cortina por tejer y cáscaras de huevo alrededor. Pareces muerta, definitivamente postrada contra el sillón, y cuando él te despierta apenas atinas a coger tu camino hacia la puerta manoteando las paredes hasta caer rendida en el colchón. Son las 12 menos cuarto, luna llena de agosto y tu marido está juguetón. Quiere un revolcón. Tú atajas el ataque balbuceando una frase contundente de resoplón: “te lo dije, estoy cansada”. Luego te entregas a Morfeo sin más dilación.
A la mañana siguiente os vais de excursión, toca visita a la huerta de tus padres y luego chapuzón de playa. Cargáis la furgo como una expedición de exploradores costeros: kayak, kit plástico de animales marinos, parque y pileta, gafas y tubo de buceo, colchoneta, toallas, pareos, toallitas de limón y cambios repentinos de ropa de playa, de abrigo, de presentación. Tú llevas tus chancletas y el pelo recogido, tu marido un colchón y sus crucigramas. Cuando llegáis al cortijo tu hermana está tirada en la hamaca, vestida con una túnica eslava y sus flamantes gafas de sol, Gucio Albani de Alabama. No son del montón, tienen patitas vidriomecánicas y un estuche con escamas. Luego estáis a los abrazos y le tiendes el retoño a tu hermana, que lo besa desde abajo como una enana. Bebé abre los ojos, ríe excitado, patalea emocionado y expande esta marranada: boca abierta y cascada de leche agria sobre el ojo de tu hermana.
Se arma un ajetreo y una confusión. Tu madre se ríe a plena carcajada y tu padre espeta un “así estás entrenada”, que a tu hermana le sienta fatal, por no decir peor. Te tiende las gafas con el ojo chorreando un líquido blanco que le da comezón. Limpias las gafas de tu hermana y sonríes con devoción. Qué mañana… apenas se establece la calma le hincáis el diente a un boquerón y engullís una damajuana. Habéis llenado el barrigón y estás sentada con tu madre y tu hermana, en medio del salón, explicando cómo te entretiene la vida desde que eres la empleada del millón. Que no es un título ganado al empresario, se refiere al millón de veces que haces algo. Qué repetitivo frenesí ocupa tu vida de mama, de aquí para allí, recogiendo pijamas, chiches y polainas, y limpiando obsesionada... Pues entonces tu retoño, que está en las faldas de su papi y no dice nada, emite un leve ronquido y tuerce la carita azulgrana. Luego deja caer una lagrimita de esfuerzo y sonríe aliviado. Papi tarda unos segundos en descubrir que su hijo ha hecho pipí y que su nuevo quimono chorrea caca naranja y verde… se ha puesto como un mono de mierda hasta los codos. Se levanta como un poseso y, arrastrando una pierna rígida, grita frenéticamente “¡¡¡¡¿quéeeee hago?!!!! ¡¡¡¿quéeeee hago?!!!” y tu hermana le corre detrás diciendo "¡¡¡¡estira la pata que no pasa nadaaaa!!!!, ¡¡¡estira la pata que no te afecta en nadaaaa!!!” mientras tu madre vuela a por una toalla, soltando carcajadas.
Qué escena perniciosa, terrible, qué salvajada.
Tu hijo es un bebé gigante, tiene brazos enormes, piernas como jamones y una sonrisa endiablada. Ahora juega tranquilo en el parque mientras tú respiras pesadamente, derrumbada sobre una almohada, con la boca entreabierta y las moscas rondándote el dedo gordo del pie, el de la uña mal cortada. Lo intentaste varias veces pero sucumbiste en la batalla. Más allá de las doce se agota tu pila cargada y cual cenicienta encantada te vuelves “patata muerta”.

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