Escribir el libro de las caras sería un dolor de muelas. Estaría ahí, clavado, y sin embargo yo nunca sabría del todo dónde está. Y eso porque las caras son cambiantes e infinitas, innumerables y efímeras, un momento, un instante atravesado por una emoción o un pensamiento y luego la cara desaparece, se esfuma como un viento de temperatura variable.
Escribir el libro de las caras querría decir, tal vez, comparar las caras de ayer con las caras de hoy. Las caras del antes y del después. Pero, ¿antes de qué?, ¿después de qué? Habría entonces que inventar los entres, los siglos en que estuvimos perdidos cruzando barrizales y descifrando briznas colgadas en el sweater de un amante. Tal vez ese amante fuera el marido que una vez besaste con besos encendidos y ahora ni recuerdas, aunque lo tengas delante. Quizá los barrizales tuvieron que ver con tus intentos de llegar la primera, de escalar como una atleta los escaños sociales y de tener tarjetas. O cruzaste ciénagas de soledad y miedo para ponerte una careta y ser la protagonista más bella de Sex in the city, tú la princesa plebeya.
Escribir el libro de las caras sería una labor tan inútil como inabarcable. Inútil es hablar de una cara cuando las tenemos todas e inabarcable porque la que escribe habría de infiltrarse en la intimidad más inconfesable. En el quiebre de la aurora, la cara es otra. Muestra la arruga su pliegue, la borrachera su bronca. A altas horas de la madrugada, en esa línea sutil que nos separa del desayuno, los propósitos y el buen aliento, hemos dejado de ser quiénes creímos que éramos. Entonces nuestra cara no es más que una huella, un topos. Innombrable materia que refleja el devenir de lo que somos.
Escribir el libro de las caras querría decir, tal vez, comparar las caras de ayer con las caras de hoy. Las caras del antes y del después. Pero, ¿antes de qué?, ¿después de qué? Habría entonces que inventar los entres, los siglos en que estuvimos perdidos cruzando barrizales y descifrando briznas colgadas en el sweater de un amante. Tal vez ese amante fuera el marido que una vez besaste con besos encendidos y ahora ni recuerdas, aunque lo tengas delante. Quizá los barrizales tuvieron que ver con tus intentos de llegar la primera, de escalar como una atleta los escaños sociales y de tener tarjetas. O cruzaste ciénagas de soledad y miedo para ponerte una careta y ser la protagonista más bella de Sex in the city, tú la princesa plebeya.
Escribir el libro de las caras sería una labor tan inútil como inabarcable. Inútil es hablar de una cara cuando las tenemos todas e inabarcable porque la que escribe habría de infiltrarse en la intimidad más inconfesable. En el quiebre de la aurora, la cara es otra. Muestra la arruga su pliegue, la borrachera su bronca. A altas horas de la madrugada, en esa línea sutil que nos separa del desayuno, los propósitos y el buen aliento, hemos dejado de ser quiénes creímos que éramos. Entonces nuestra cara no es más que una huella, un topos. Innombrable materia que refleja el devenir de lo que somos.
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