Estás completamente perdida. Has dado vueltas y vueltas buscando aspirina para paliar el dolor de la cicatriz que estira, pero nada. No hay aspirina y sigues en la calle, sin noticias de Charlie y con tu hijo en casa de tu madre. Hoy has dejado antes la oficina, gracias al dolor en balde, el de la cicatriz que arde. Después de bregar con los informes y las angustias del jefe, al volver de tu segunda excursión al baño con el sacaleches, decidiste que era bastante. Y alegaste un dolor inexpresable, con cara de muerta en vida.
Ya en la calle caminaste a la deriva. Buscabas una farmacia, empujada por el aire descubriste callejuelas sin salida, luego una gran avenida, una calle, otra, todas parecidas. En las esquinas y en los bares, los humanos más dispares pegados al televisor con caras desabridas, frente a la crisis del mundo mundial se agitan como primates. El mundo se derrumba y tú ni miras, absorbida por una idea fija: encontrar a Charlie.
Has empezado a despertarte en la noche moviendo las manos en el aire, dices su nombre, lo gritas. Pero Charlie es un recuerdo cada vez más difuso, sólo hay nitidez en la raja violeta de tu vientre y en tu hijo berreando su comida.
Ahora sigues perdida. Consigues concentrarte y dar un paso, luego otro, mover una pierna detrás de la otra. Repites el movimiento con una cadencia hipnótica, robótica te mueves porque persona no eres. Entonces has vuelto al quirófano y estás levantando una pierna, cuando una contracción te dobla. Te estremeces, abres la boca y emites un alarido que parece de otra, una hembra de bicho que no has conocido. La matrona te mete la mano y revuelve, apretando tu panza como si fueras ganado: "Bueno, mujer, cómo te quejas... ya será menos". Tú la miras rogando por un calmante y te retuerces de nuevo, la contracción ha vuelto como un ciclón o un agujero negro:
- "Aaaooooooaaaaaaaaaaaaaaaahhh".
Tu grito esta vez no es de primate ni de gata, sino de chancha que desangra. "Seguro que cuando te hicieron esa panza no te quejabas..." espeta la comadrona, y estás tan ofuscada que casi le das una patada con la pierna que está enganchada. Pero no puedes, claro. No puedes nada y ahora que estás extraviada esa pierna te lleva medio atontada como un alma atolondrada.
Has llegado a un desvío. Reconoces un semáforo cerca de tu casa. Estás en buen camino. Ahí te quedas parada, aguardas que cambie a verde cuando la ves del otro lado. Ella espera lo mismo, es la joven china con su bicicleta y un blanco vestido. Abres mucho los ojos y balbuceas esperanto. Ella puede llevarte hasta tu buen marido, sabe quién es Dragón Alado y quién mató al abuelito.
El rojo se apaga. Parpadea el amarillo. Sacudes tu pierna entumecida y le ordenas: "camina".
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