Finalmente, has vuelto al trabajo. La baja no dura para siempre, aunque Charlie no aparezca y aunque tus mareos no cesen, tienes que cumplir, cobrar para pagar boletas.
Hay flores de otoño, las ves por la ventana en el balcón de la esquina, el de la vieja profana. En tu mente reverberan preguntas sin respuesta. No sabes qué pasó con el viejo asesinado, ni porqué tu hombre se ha esfumado.
Lo que sabes todavía no ha sido nombrado.
Son las flores de septiembre, las que llaman a la puerta. Abres con tu mejor sonrisa de empleada, las dejas pasar al despacho y les sirves una infusión caliente. Ellas no sonríen ni tampoco emiten palabras, sonidos o algún significado. Sólo asienten, te miran mientras limpias tus papeles, ordenas cosas antiguas y casos clausurados, archivas, remueves, categorizas lo que te enloquece. Las flores como seres alados con vientres perfumados parecen esperar un signo, una señal que libere el estigma y las conduzca a un feliz estado.
Tú no tienes señales, ni libros sagrados ni leyes de estado. Lo más que tienes es tu útero cortado y tu recién nacido en un piso alquilado.
Entre el último caso archivado encuentras entonces una pluma, de algún pájaro extraviado. La tomas con tu mano e imaginas con los ojos cerrados que cosquillea de tu hijo un costado, luego otro, luego detrás de la oreja dibujando un caracol enroscado. Las flores de septiembre se ríen, cacarean como viejas o como campanas rotas, con carcajadas abiertas y flojas. Tú también estás cacareando cuando el jefe te llama por el interfono conectado: “Señorita, tráigame un valium que estoy angustiado”. “Claro”, farfullas, y con la pastilla sales volando. Al volver las flores se han excitado, ahora están abiertas, como rosas hermosas o claveles clavados: “Uuuuuu, Uuuuu”, ululan como lobas, “el jefe está drogado”. “Shhhh… por favor... que me mandan al carajo…”, pides silencio mirando al despacho donde el jefazo, como un poseso, pelea con su mujer por la tenencia del niño que han hecho y que los ha separado.
Las flores tiritan. Tú tiemblas como un venado. Han llegado las siete y la tarde está calando cuando se abren como fieras y una a una te muestran sus heridas hablando: “un Kristeller, guapa, hazle un Kristeller”, grita una loca y la otra “dale con la mano, una ventosa, lo sacas con la ventosa”, musita una inglesa, “un Hamilton, le digo, a ver si lo acelera” y la otra arranca sureña, “una epi, te digo que una epi y sale resbalando”.
Las voces son gangosas, de dolor amortiguado.
Tú sigues temblando con las manos sudorosas. Entonces apagas las luces y sales del despacho con los pies atravesados, mientras tu jefe sigue en la suya y las flores se marchitan. Abandonas el lugar cejuda, hacia el hogar monoparental vas caminando en tu noche turbia y sabes que no has llegado, pero al menos no estás muerta y seguirás buscando.
Hay flores de otoño, las ves por la ventana en el balcón de la esquina, el de la vieja profana. En tu mente reverberan preguntas sin respuesta. No sabes qué pasó con el viejo asesinado, ni porqué tu hombre se ha esfumado.
Lo que sabes todavía no ha sido nombrado.
Son las flores de septiembre, las que llaman a la puerta. Abres con tu mejor sonrisa de empleada, las dejas pasar al despacho y les sirves una infusión caliente. Ellas no sonríen ni tampoco emiten palabras, sonidos o algún significado. Sólo asienten, te miran mientras limpias tus papeles, ordenas cosas antiguas y casos clausurados, archivas, remueves, categorizas lo que te enloquece. Las flores como seres alados con vientres perfumados parecen esperar un signo, una señal que libere el estigma y las conduzca a un feliz estado.
Tú no tienes señales, ni libros sagrados ni leyes de estado. Lo más que tienes es tu útero cortado y tu recién nacido en un piso alquilado.
Entre el último caso archivado encuentras entonces una pluma, de algún pájaro extraviado. La tomas con tu mano e imaginas con los ojos cerrados que cosquillea de tu hijo un costado, luego otro, luego detrás de la oreja dibujando un caracol enroscado. Las flores de septiembre se ríen, cacarean como viejas o como campanas rotas, con carcajadas abiertas y flojas. Tú también estás cacareando cuando el jefe te llama por el interfono conectado: “Señorita, tráigame un valium que estoy angustiado”. “Claro”, farfullas, y con la pastilla sales volando. Al volver las flores se han excitado, ahora están abiertas, como rosas hermosas o claveles clavados: “Uuuuuu, Uuuuu”, ululan como lobas, “el jefe está drogado”. “Shhhh… por favor... que me mandan al carajo…”, pides silencio mirando al despacho donde el jefazo, como un poseso, pelea con su mujer por la tenencia del niño que han hecho y que los ha separado.
Las flores tiritan. Tú tiemblas como un venado. Han llegado las siete y la tarde está calando cuando se abren como fieras y una a una te muestran sus heridas hablando: “un Kristeller, guapa, hazle un Kristeller”, grita una loca y la otra “dale con la mano, una ventosa, lo sacas con la ventosa”, musita una inglesa, “un Hamilton, le digo, a ver si lo acelera” y la otra arranca sureña, “una epi, te digo que una epi y sale resbalando”.
Las voces son gangosas, de dolor amortiguado.
Tú sigues temblando con las manos sudorosas. Entonces apagas las luces y sales del despacho con los pies atravesados, mientras tu jefe sigue en la suya y las flores se marchitan. Abandonas el lugar cejuda, hacia el hogar monoparental vas caminando en tu noche turbia y sabes que no has llegado, pero al menos no estás muerta y seguirás buscando.
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