Tu pierna camina y te arrastra con ella. Atraviesas el paso de cebra a enormes zancadas y descubres que no estás muerta como pensabas. Ves claramente a la niña china que sube a su bicicleta y arranca a todo trapo, veloz hacia la otra esquina. Entonces piensas en Charlie y su táctica para estudiar a los sapos, sólo observación y silencio, ningún ruido, ningún movimiento. Decides adoptar su estrategia, si es buena con los animalejos lo será con los humanos. Y corres persiguiendo a la china.
Ella tiene piernas largas y una mini minifalda. Pedalea como una yegua o un caballito de agua, le mete, le mete y casi vuela, mientras tu sacas la lengua y te derrites como una cerda. Corres sin pensar concentrada en su traste blanco hasta que se detiene frente a un cine. Ata la bici y compra su entrada para la sesión que está empezando. Luego, tras ella en la cola, le dices a la vendedora “una para la misma que mi amiga”, y señalas con la mirada la coleta que oscila.
Cuando entras en la sala la oscuridad te inunda. No ves tres en un burro y vas medio tarumba, dando patadas a todo el mundo. Escuchas un “ayyyyy, so bestia, mira por donde andas” y entonces decides sentarte, ahí mismo donde estás parada.
Al poco te das cuenta de dónde estás metida. Es la tercera fila, la sala está repleta y a izquierda y derecha hay un barullo de memos, un montón de chicos granudos comiendo palomitas y otros venenos.
La china no está en escena. Dilatas tu mirada pero nada, no ves nada. Entonces, como una lerda, te das cuenta. Estás detrás de un cuerpo que no entra por la puerta. Un tipo enorme, todo espalda, está sentado en la fila de enfrente y lo que ves no es pantalla, sino musculatura prominente. Vaya, estiras el cuello como un avestruz amargada. Ahí enfrente está la película, recién empezada. Retumba una banda sonora más bien opaca, de las de hacerse caca. Aparecen los títulos y te enteras de qué se trata: Infierno Blanco se titula la cinta, empieza en una sala blanca con una mujer encinta. Estirando el cogote por detrás del monigote consigues seguir la primera escena. La embarazada camina moviendo la panza con cara de pena, recorre un pasillo largo sembrado de puertas. Las puertas están cerradas y ninguna se abre por mucho que lo intente. Parece que busca un trago, algo que llevarse a la boca, con qué llenar el estómago. Finalmente, una puerta entreabierta. Empuja lentamente y aparece esta escena: una hilera de camillas, con hembras de piernas abiertas y algunas en cuclillas, con los ojos abiertos, los puños cerrados, los dientes ajados y las bocas blasfemas gritando por todo lo alto como perras. Hay varias que están de costado, con cables conectados a máquinas eléctricas, son las hijas de la ciencia. Del otro lado, una que ya ha dilatado está siendo observada por un ginecólogo angustiado. El tipo mete la mano en el orificio sagrado para medir la salida, no vaya a ser que el producto salga malogrado. Entonces la parturienta suelta un estornudo y al médico se le encalla la mano, se le queda el puño hecho un nudo en el útero atascado. Grita el muy desgraciado “!!!!cuidado, cuidado, el cordón ha prolapsado!!!!” mirando el monitor y agitando el otro brazo. Entorno revolotean otras manos, enchufando, atando, remezclando líquidos y preparando el traslado para una cesárea de urgencia. La protagonista está petrificada, con ojos de buho trastornado y una cara de trágame tierra, apenas consigue mover las piernas. Cuando finalmente cierra la puerta, el ginecólogo sale disparado, corriendo tras la camilla con la mano atrapada en la vagina.
Atrapada en esta escena te has quedado como lela. Casi olvidas a la china y a tu hijo que espera la cena. Entonces, el gordo se despierta de un ronquido y cambia de costado, y tú te quedas sin película, con el cuello atenazado.
Buscas en la sala y no encuentras a la china, que de pronto se ha esfumado. Estiras la pata entumecida y corres hacia la salida, mirando a todos lados. Cuando atraviesas la puerta, el aire de la city te golpea en la jeta y te trae acentos raros, swajili, aragonés e inglés entremezclados con el pitido de un carro y un vendedor de cigarros. La bici ya no está y la china está perdida. En tu reloj dan las cinco menos cuarto, te queda un rato. Calculas mentalmente y decides volver al chino, a ver si tienes suerte. Tal vez sea esta tarde, la de los muertos vivientes.
Ella tiene piernas largas y una mini minifalda. Pedalea como una yegua o un caballito de agua, le mete, le mete y casi vuela, mientras tu sacas la lengua y te derrites como una cerda. Corres sin pensar concentrada en su traste blanco hasta que se detiene frente a un cine. Ata la bici y compra su entrada para la sesión que está empezando. Luego, tras ella en la cola, le dices a la vendedora “una para la misma que mi amiga”, y señalas con la mirada la coleta que oscila.
Cuando entras en la sala la oscuridad te inunda. No ves tres en un burro y vas medio tarumba, dando patadas a todo el mundo. Escuchas un “ayyyyy, so bestia, mira por donde andas” y entonces decides sentarte, ahí mismo donde estás parada.
Al poco te das cuenta de dónde estás metida. Es la tercera fila, la sala está repleta y a izquierda y derecha hay un barullo de memos, un montón de chicos granudos comiendo palomitas y otros venenos.
La china no está en escena. Dilatas tu mirada pero nada, no ves nada. Entonces, como una lerda, te das cuenta. Estás detrás de un cuerpo que no entra por la puerta. Un tipo enorme, todo espalda, está sentado en la fila de enfrente y lo que ves no es pantalla, sino musculatura prominente. Vaya, estiras el cuello como un avestruz amargada. Ahí enfrente está la película, recién empezada. Retumba una banda sonora más bien opaca, de las de hacerse caca. Aparecen los títulos y te enteras de qué se trata: Infierno Blanco se titula la cinta, empieza en una sala blanca con una mujer encinta. Estirando el cogote por detrás del monigote consigues seguir la primera escena. La embarazada camina moviendo la panza con cara de pena, recorre un pasillo largo sembrado de puertas. Las puertas están cerradas y ninguna se abre por mucho que lo intente. Parece que busca un trago, algo que llevarse a la boca, con qué llenar el estómago. Finalmente, una puerta entreabierta. Empuja lentamente y aparece esta escena: una hilera de camillas, con hembras de piernas abiertas y algunas en cuclillas, con los ojos abiertos, los puños cerrados, los dientes ajados y las bocas blasfemas gritando por todo lo alto como perras. Hay varias que están de costado, con cables conectados a máquinas eléctricas, son las hijas de la ciencia. Del otro lado, una que ya ha dilatado está siendo observada por un ginecólogo angustiado. El tipo mete la mano en el orificio sagrado para medir la salida, no vaya a ser que el producto salga malogrado. Entonces la parturienta suelta un estornudo y al médico se le encalla la mano, se le queda el puño hecho un nudo en el útero atascado. Grita el muy desgraciado “!!!!cuidado, cuidado, el cordón ha prolapsado!!!!” mirando el monitor y agitando el otro brazo. Entorno revolotean otras manos, enchufando, atando, remezclando líquidos y preparando el traslado para una cesárea de urgencia. La protagonista está petrificada, con ojos de buho trastornado y una cara de trágame tierra, apenas consigue mover las piernas. Cuando finalmente cierra la puerta, el ginecólogo sale disparado, corriendo tras la camilla con la mano atrapada en la vagina.
Atrapada en esta escena te has quedado como lela. Casi olvidas a la china y a tu hijo que espera la cena. Entonces, el gordo se despierta de un ronquido y cambia de costado, y tú te quedas sin película, con el cuello atenazado.
Buscas en la sala y no encuentras a la china, que de pronto se ha esfumado. Estiras la pata entumecida y corres hacia la salida, mirando a todos lados. Cuando atraviesas la puerta, el aire de la city te golpea en la jeta y te trae acentos raros, swajili, aragonés e inglés entremezclados con el pitido de un carro y un vendedor de cigarros. La bici ya no está y la china está perdida. En tu reloj dan las cinco menos cuarto, te queda un rato. Calculas mentalmente y decides volver al chino, a ver si tienes suerte. Tal vez sea esta tarde, la de los muertos vivientes.
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