Han pasado los meses y aún no consigo apoderarme de la deformidad de mi parto, de la multiplicidad de detalles, del sentido o el sinsentido del dolor. Conservo fragmentos, aspectos, mitades. Algunas historias refrescan algo que sentí, pero no recuerdo. En mi interior reverberan imágenes a partir de algún detalle o coincidencia con otras vivencias.
Últimamente me han sorprendido mensajes en los que parecían disputarse las jerarquías del dolor y desde hace unos días me rebota en la cabeza la cuestión del arriba y abajo. Que si la partera humaniza porque recoge al bebé entre tus piernas, que si el médico cruel y dominador te pone abajo y él ejerce desde arriba, dando lugar a la jerárquica opresión. Recuerdo durante mi parto en el momento de mayor dolor, cuando nos habían transladado a una sala de alto riesgo, al lado del quirófano. La silla en la que se supuso pariría era en realidad una camilla dura, negra y resbaladiza. Tan alta que no podía subir ni bajarme sola y tenía miedo de caerme y acabar con escayola. Jamás me he sentado sobre un artilugio más incómodo. Tenía a los costados dos ganchos para colgar las patitas. Pues en el momento en que la ginecóloga y la comadrona (que no recuerdo quiénes eran porque desfilaba ya el tercer equipo, incontables rostros y manos me habían dicho hola…) hubieron de mirar con ojo atento en mi vagina a ver si llegaba mi hijo y a qué hora llegaría, lo hicieron con su cabeza a la altura de mi culo, que estaba suspendido en lo alto de esa tumbona de plástico negro. O sea, más bien yo estaba arriba. Era como en el dentista que estás sentada en el sillón con las manos sudorosas retorciendo el babero de papel y la boca temblorosa abierta hasta doler, y cuando él aprieta un botón el sillón se eleva haciendo un ruidito hasta que estás a la altura idónea para ejercer.
Arriba o abajo. Puedo estar arriba, atada, mostrando la barriga abierta o boca abajo como un camión al que le están haciendo una revisión. Y puedo estar abajo, doblando el pescuezo cabizbaja. Desconfío de la posición. Solamente estando a tu lado, a un costado, acompañando y siendo acompañada, el dolor no tiene jerarquía porque mi dolor es tu dolor. Desconfío también de las categorías, no hay dolores grandes o pequeños, buenos o malos, justos o injustos, desconfío del color porque no hay negros ni blancos. Todo es al revés, en este mundo extraño. Sufrimos muchos en manos de pocos, nos duele el nacer, con la muerte gozamos, los matarifes se visten de blanco y están asalariados.
Últimamente me han sorprendido mensajes en los que parecían disputarse las jerarquías del dolor y desde hace unos días me rebota en la cabeza la cuestión del arriba y abajo. Que si la partera humaniza porque recoge al bebé entre tus piernas, que si el médico cruel y dominador te pone abajo y él ejerce desde arriba, dando lugar a la jerárquica opresión. Recuerdo durante mi parto en el momento de mayor dolor, cuando nos habían transladado a una sala de alto riesgo, al lado del quirófano. La silla en la que se supuso pariría era en realidad una camilla dura, negra y resbaladiza. Tan alta que no podía subir ni bajarme sola y tenía miedo de caerme y acabar con escayola. Jamás me he sentado sobre un artilugio más incómodo. Tenía a los costados dos ganchos para colgar las patitas. Pues en el momento en que la ginecóloga y la comadrona (que no recuerdo quiénes eran porque desfilaba ya el tercer equipo, incontables rostros y manos me habían dicho hola…) hubieron de mirar con ojo atento en mi vagina a ver si llegaba mi hijo y a qué hora llegaría, lo hicieron con su cabeza a la altura de mi culo, que estaba suspendido en lo alto de esa tumbona de plástico negro. O sea, más bien yo estaba arriba. Era como en el dentista que estás sentada en el sillón con las manos sudorosas retorciendo el babero de papel y la boca temblorosa abierta hasta doler, y cuando él aprieta un botón el sillón se eleva haciendo un ruidito hasta que estás a la altura idónea para ejercer.
Arriba o abajo. Puedo estar arriba, atada, mostrando la barriga abierta o boca abajo como un camión al que le están haciendo una revisión. Y puedo estar abajo, doblando el pescuezo cabizbaja. Desconfío de la posición. Solamente estando a tu lado, a un costado, acompañando y siendo acompañada, el dolor no tiene jerarquía porque mi dolor es tu dolor. Desconfío también de las categorías, no hay dolores grandes o pequeños, buenos o malos, justos o injustos, desconfío del color porque no hay negros ni blancos. Todo es al revés, en este mundo extraño. Sufrimos muchos en manos de pocos, nos duele el nacer, con la muerte gozamos, los matarifes se visten de blanco y están asalariados.
4 comentarios:
El dolor es tan personal y tan cruel que cuesta mucho olvidarlo. ¿Se olvida alguna vez? Más bien se diluye, se integra en tu vida, pero sigue ahí, acompañándote, haciéndose presente cuando menos te lo esperas.
El dolor de la maternidad no deja de ser un dolor lacerante, aún a pesar del la felicidad que supuestamente conlleva.
El dolor que te produces es tuyo; el que provocas ¿de quién es?
Me he esforzado tanto en olvidar los detalles del parto que me parece mentira que ahora tenga que esforzarme por recordarlos.
El dolor es tan subjetivo... Al principio pensaba que me iba a partir en dos, luego lo convertimos (mi marido y yo) en una molestia llevadera. Pero el dolor tiene entidad propia y, unas horas después, se hacía protagonista absoluto en mi cuerpo.
¡Ay!, ¡bendito dolor, cómo nos dueles!
El dolor ahonda la copa en la que bebemos la felicidad. No ha sido hasta después de tener a mi hija que he sabido lo que es estar borracha de felicidad....
Algunas madres no conocemos el dolor del que hablais porque fuimos presa de la cesárea. Yo llegué con un mal pronóstico. Mi ginecóloga me dijo: te tendremos que programar porque dudo que dilates. Levaba varios días con unos dos centímetros dilatados y empecé a perder líquido amniótico. Parirás el jueves, me dijo. Y yo me pasé del lunes al jueves pensando que ya iba de parto porque sentía contracciones. Ya me teneis de camino a la clínica y otra vez de vuelta para casa. El jueves me chutaron algo que accelera la dilatación. Me dijeron, esperaremos para ver si puedes parir por la vagina. Mi espera fué corta. Dilaté 6 centímetros y allí se paró todo. Me rompieron la bolsa y de pronto oí: el bebé está sufriendo. Eh???? Tendremos que practicar una cesárea. Ahora mismo!!! contestas tu. Qué está pasando???? Y me pusieron la epidural y creí estar en la gloria porque desapareció cualquier dolor. Sé que muchas mujeres son partidarias del parto natural. Me parece una opción muy valiente, pero yo como madre inexperta no pensé en ello. El dolor desapareció, vieron que el niño no tenía la cabeza bien colocada y no podía bajar. Así que me rajaron y lo sorprendente fué que la ginecóloga en el momento de extraer a mi hijo, me dijo: ahora estás pariendo. Yo pensé: gracias por la información.
Pues yo parí dos veces en casa y sí, dolío. Pero reconozco que fueron dos partos perfectos, cortos y rápidos. Fue muy bonito. Y quizás por ello tengo muy buen recuerdo de mis partos (la mejor elección que he hecho en mi vida). No pretendo hacer ninguna alegoría del dolor, pero pienso que si algun dolor merece la pena es el que se siente en el nacimiento de un hijo (aunque no si es innecesaro y peligroso, claro).
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