lunes, 1 de septiembre de 2008

El dragón alado

Estás con la cabeza bajo el agua. Sientes el chorro golpear tu nuca y relajar los músculos de tu espalda dolorida por la noche pasada en el sofá. Son las seis de la mañana, tu bebé todavía duerme y tú estás sin energías, tensa y somnolienta. Logras despertar ahora que estás mojada, frotas tu cuerpo con el guante de crin para recordarle que sigues viva y entonces la ves. Ahí está, rosada y algo henchida. Un tajo horizontal sobre el pubis, bajo la línea del bikini, por el que llegó tu bebé. Bajo el agua los sonidos del quirófano llegan distorsionados una y otra vez: “uy, es enorme”, “estaba mirando las estrellas”, “¿por qué lloras, mujer, si está todo bien?”… Y más tarde repeticiones difusas de indicaciones y quejas entre colegas por la pesadez del trabajo. La ginecóloga da comandos con autoridad, resuena su voz distante. Mientras, el anestesista te acaricia la frente y tú le dices “te amo”, eternamente agradecida por explicarte lo que pasa ahí abajo.
Pasas noches hirvientes en una habitación compartida con una madre convaleciente. Enfermeras que van y vienen. Te duelen los dientes y hueles a medicamento, a llanto y a moco amargo. Aunque duermes casi siempre, cuando despiertas ahí lo tienes a tu hijo, envuelto y bien arreglado. Pasan los minutos y sigues bajo el agua caliente. Entonces Charlie se sienta en un taburete en una esquina del baño. Cuando corres la cortina él te mira de arriba abajo y lo que ve es lo que sientes. Mujer rota, abierta y hecha un estropajo. Su mirada se ensombrece y te confirma lo que habías temido: no eres ya una sirena, la mujer más bella, sino algo indefinible, un ser amputado, resquebrajado.
La mirada incómoda de Charlie está pegada a los azulejos cuando te cubres con la toalla y le pides que se vaya. Él asiente, sale en silencio del baño arrastrando los pies mientras tú te secas con cuidado, para no hacerte daño. Limpias las gotas de sangre que dibujan en el suelo un caracol malformado y tiras las toallas sanguinolientas al cesto de la ropa sucia. Después caminas pasito a pasito hacia el otro lado.
Del otro lado está el pasillo solitario de vuestro departamento recién amueblado. Ahora son casi las siete. Tienes que correr, salir volando para llegar a tiempo al trabajo. Desayunas a todo trapo y lo envuelves a tu bebé en el manto granate, antes de salir te aseguras de llevar todo lo necesario: sacaleches, babero, toallitas, cambio de ropa, pañales, galletitas. Con todo debajo del brazo bajas las escaleras de vuestro edificio y te sumerges en el aire fresco de la septiembre. Son apenas pasadas las siete y la mañana se arrastra con flojera, la gente deambula con aire penitente, vuelven cabizbajos al trabajo. Tú caminas decidida hacia el chino donde compráis las velas, los cubos y los trapos, a dos esquinas de tu casa, frente a un mejicano. Cuando llegas al establecimiento descubres que está cerrado, tal y como te había dicho Charlie. Un gran cartel descansa a un costado: “CERRADO POR DECEPCIÓN. HERMANOS YIANG” y otro más pequeño un poco más abajo donde se puede leer “CORREO AL LADO”. Te llama la atención un pequeño dragón alado que está impreso en ambos carteles, abajo a la izquierda. Te preguntas si la decepción será por la defunción del viejo con el cuchillo clavado… imaginas que algo tendrá que ver y te detienes frente a la puerta de al lado. Hay una entrada estrecha pintada de verde y un pasillo largo, con al fondo una portezuela entreabierta por donde asoma la rueda de una bicicleta. No sabes qué hacer. Cuando estás buscando un bolígrafo para escribir una nota intuyes que la bicicleta se mueve y ves aparecer a una silueta vestida de rosa. Una chica recorre el pasillo empujando el aparato y se acerca hasta la salida, donde tú estás plantada con la nariz tendida. Luego abre la puerta, saca la bicicleta, te mira distraídamente, pasa la pierna por encima del sillín y se acomoda la mochila. Tendrá doce años, como mucho trece. Ojos achinados y zapatos blancos. La miras expectante y cuando está por encaramarse a su caballo metálico le dices “Oye, perdona…”. Ella se detiene, te mira y apoya el zapato plano en el pedal. “Es que mi marido… bueno… a ver… le estoy buscando”. La china no mueve ni un músculo de la cara. Tú insistes: “El lunes… vino el lunes y no ha vuelto… ¿Qué ha pasado?”. Ella te observa inexpresiva. Entonces pones tu mano sobre el freno y repites la pregunta: “¿Qué ha pasado?”. Ella mueve la cabeza a un lado y entorna los ojos como un pájaro atrapado. Duda, balbucea algo. “¿Qué?”, inquieres, “Dime… vamos, ¿qué ha pasado?”. “Wo bu ming bai”, dice en un lenguaje secreto para tu entendimiento mediano. Es chino, mandarín o qué carajos… Te pones delante de la bici y le explicas que estás buscando a tu marido, que hace dos noches que lo estás esperando. Ella te vuelve a mirar con ojos indescifrables y dice “She wan”, mostrando claramente que quiere que te apartes. No te mueves. Entonces tuerce un poco el labio inferior y ves una sombra, y luego otra, oscilar sobre su rostro adolescente. “Ye she long da tian”, dice. Tú estás a cuadros, maldiciendo todas las veces que Charlie te propuso estudiar mandarín y te negaste. Alegando como alegabas que no tenías tiempo... Ahora tampoco tienes tiempo y sin embargo pasarías una eternidad en esta búsqueda infame por encontrar a Charlie, antes de que sea demasiado tarde. La adolescente mueve el manillar impaciente y justo cuando estás apartando tu mano y haciéndote a un lado te mira directo a los ojos y te dice “Mu” con una voz que te parecería quebrada si hablaras el mismo idioma.
Cuando la ves desaparecer en la esquina ya has memorizado sus palabras y estás buscando en tu cabeza un diccionario. Recuerdas el que usaba Charlie para charlar con los hermanos, el viejo y su hija. Está en el armario, en su escritorio, al lado del manual para cazar golondrinas sin herirlas. Te sientes casi satisfecha cuando retomas tu rumbo al trabajo y estás segura de que esa noche te sorprenderá estudiando. No pararás, te dices, hasta encontrar a tu marido. Aunque sea descuartizado.

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