El ascensor se detiene frente al primer piso. Entran dos sanitarios empujando una camilla donde está extendida una embarazada con enormes ojos negros. Bajáis juntos hasta la primera planta y en el trayecto oyes a la mujer murmurar en francés algo parecido a un rezo. La mujer entorna los ojos, mientras se agarra con fuerza a las varillas de la camilla. Ves sus piernas desnudas y su pubis rasurado tras la bata de hospital abierta. Los camilleros están hablando de Sonia Trapero, una comadrona con un buen trasero. La mujer de los ojos negros parece atemorizada, la escuchas rezar en francés y quieres tranquilizarla. En cambio, preguntas a los camilleros dónde la llevan y qué le pasa. Te contestan que va a cesárea porque es muy pesada, no se entiende nada y la ginecóloga de turno apenas sabe hablar, mucho menos es poliglota. Se ríen los dos por su broma idiota y tú te acongojas. Te acercas a la parturienta y le dices con voz melosa “tout ira bien, ma belle”, unas palabras que aprendiste de una película hermosa. Ella te mira con ojos como lagos, dilatados. Entonces para el ascensor, se abren las puertas y los camilleros sacan a la marroquí con su panzota. Tú vas detrás, silenciosa.
Ya has visto a tu ginecóloga, te hizo un chequeo extraordinario por el desmayo de esta mañana, control de hierro, yodo, presión. Preguntas y respuestas que no revelan nada. Y ahora que estás en el vestíbulo con tu bebé colgado se te ocurre averiguar si tu marido está registrado, a lo mejor lo hirieron y está ingresado. Te acercas al mostrador y abordas a la administrativa con el mejor peinado, una rubia latina con los ojos pintados. Ella chequea gentilmente la computadora y te asegura que no hay Charlie en la pantalla ni en los hospitales de la zona. De pronto irrumpen en la entrada una mujer argentina y su marido colombiano que grita, profiere agitado “¡que viene!, ¡que viene! ¡Está llegando!”. La parturienta se ha recostado, a su alrededor revolotean varias enfermeras y el taxista, con el bolso en la mano, descolocado. La argentina respira concentrada y su marido la mira extasiado. No puedes soportar la escena aunque estás hipnotizada y sabes que ella puede, puede si quiere y está serena. “Está coronando”, dice una enfermera al pasar a tu lado. Te sube un vomitado. Sales como puedes y te sientas afuera, frente al acceso hospitalario. Respiras con aliento entrecortado aferrando a tu bebé entre los brazos, mientras los gritos atraviesan la puerta giratoria. Sientes el pecho apretado, una opresión pringosa y honda, como de hielo y asfalto. Respiras profundamente equilibrando tu estado y reparas entonces en una joven española, otra en interesante estado. Está de muchos meses, tiene un vientre abultado de piel reluciente, los hombros tatuados y el tobillo rodeado por una serpiente gruesa con aletas de pescado. Estás mirando el dibujo mientras escuchas su relato “si se pasa de peso, me la sacan a la 38”, dice con gesto resuelto. Te retumban los sesos y vuelven las arcadas, como un mar revuelto y mezclado. Entonces te meces, le meces, cierras los ojos y sueñas con volver al pasado. Cuando contabas las semanas con Charlie al costado, él te besaba los pies y tú le acariciabas la mano, ronroneando esperanzados. Quieres agua caliente para olvidar lo que sientes y sólo encuentras granizado.
Ha caído la tarde y la hora corta es de un gris tamizado. Tu hijo lloriquea, olisquea tu blusa y se mueve impaciente. Reclama su leche, así que bajo el cielo que anochece y entre voces extrañas le das su ansiado bocado. Con la teta en la boca el bebé te arrastra a vuestro vals de enamorados. Entrecierras los ojos, como una gata o una fiera, como un ser humano. A cada trago que succiona, a cada beso que te roba, renace tu loba. Estás medio borracha, en ese divino estadio, cuando ves pasar una cosa vestida de rosa. La chinita del local clausurado cruza pedaleando veloz el parking hospitalario, casi te roza, luego gira y desaparece tras las verjas. Tú has abierto los ojos y los tienes como platos, verde fluorescente como en la noche los gatos.
Ya has visto a tu ginecóloga, te hizo un chequeo extraordinario por el desmayo de esta mañana, control de hierro, yodo, presión. Preguntas y respuestas que no revelan nada. Y ahora que estás en el vestíbulo con tu bebé colgado se te ocurre averiguar si tu marido está registrado, a lo mejor lo hirieron y está ingresado. Te acercas al mostrador y abordas a la administrativa con el mejor peinado, una rubia latina con los ojos pintados. Ella chequea gentilmente la computadora y te asegura que no hay Charlie en la pantalla ni en los hospitales de la zona. De pronto irrumpen en la entrada una mujer argentina y su marido colombiano que grita, profiere agitado “¡que viene!, ¡que viene! ¡Está llegando!”. La parturienta se ha recostado, a su alrededor revolotean varias enfermeras y el taxista, con el bolso en la mano, descolocado. La argentina respira concentrada y su marido la mira extasiado. No puedes soportar la escena aunque estás hipnotizada y sabes que ella puede, puede si quiere y está serena. “Está coronando”, dice una enfermera al pasar a tu lado. Te sube un vomitado. Sales como puedes y te sientas afuera, frente al acceso hospitalario. Respiras con aliento entrecortado aferrando a tu bebé entre los brazos, mientras los gritos atraviesan la puerta giratoria. Sientes el pecho apretado, una opresión pringosa y honda, como de hielo y asfalto. Respiras profundamente equilibrando tu estado y reparas entonces en una joven española, otra en interesante estado. Está de muchos meses, tiene un vientre abultado de piel reluciente, los hombros tatuados y el tobillo rodeado por una serpiente gruesa con aletas de pescado. Estás mirando el dibujo mientras escuchas su relato “si se pasa de peso, me la sacan a la 38”, dice con gesto resuelto. Te retumban los sesos y vuelven las arcadas, como un mar revuelto y mezclado. Entonces te meces, le meces, cierras los ojos y sueñas con volver al pasado. Cuando contabas las semanas con Charlie al costado, él te besaba los pies y tú le acariciabas la mano, ronroneando esperanzados. Quieres agua caliente para olvidar lo que sientes y sólo encuentras granizado.
Ha caído la tarde y la hora corta es de un gris tamizado. Tu hijo lloriquea, olisquea tu blusa y se mueve impaciente. Reclama su leche, así que bajo el cielo que anochece y entre voces extrañas le das su ansiado bocado. Con la teta en la boca el bebé te arrastra a vuestro vals de enamorados. Entrecierras los ojos, como una gata o una fiera, como un ser humano. A cada trago que succiona, a cada beso que te roba, renace tu loba. Estás medio borracha, en ese divino estadio, cuando ves pasar una cosa vestida de rosa. La chinita del local clausurado cruza pedaleando veloz el parking hospitalario, casi te roza, luego gira y desaparece tras las verjas. Tú has abierto los ojos y los tienes como platos, verde fluorescente como en la noche los gatos.
1 comentario:
Ay, ¿dónde estará su Charlie? ¿Con que gata se habrá marchado? ¿O será un gato?
He estado el fin de semana fuera y tengo ración doble para leer. ¡Bien!
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